viernes, 29 de octubre de 2010

La musa impasible

El frío atenazaba sus dedos. Cada tanto, tenía que dejar de tocar para calentarse las manos frotándoselas fuertemente y metiéndolas un rato en los bolsillos. Entonces, observaba el ir y venir de los viandantes que apenas reparaban en su presencia. Sucio, sin afeitar y con la melena grasienta, prefería no mirar el reflejo que le devolvía el escaparate de la calle de enfrente. Formaba parte de la escoria de aquella ciudad, de la escoria del mundo, de la raza humana y lo aceptaba sin más. Al fin y al cabo, en esta vida de contrastes tenía que haber de todo, y a él le había tocado desempeñar ese papel, un despojo más entre tantos despojos que dejaba a su paso la imponente metrópoli.


Sin embargo, con los dedos calientes y el violín recostado en su hombro, el mendigo, ejerciendo un extraño sortilegio, se convertía en mago... y el mundo todo se transformaba  a sus pies mientras el tiempo se estiraba perezoso y extasiado a su alrededor. Vestido de levita, con los zapatos lustrosos y una elegante coleta recogiéndole el cabello limpio y perfumado, ofrecía su concierto ante la gente maravillada, que sin poderlo evitar, ¡tal era el poder de su hechizo! ralentizaba sus pasos, se detenía deslumbrada y perpleja, incapaz de comprender por qué tanta belleza le era ofrecida gratuitamente, así sin más, de camino al trabajo. Un regalo de los dioses, sin duda.
Y era así que aquel Dios, con manos de músico y música en el alma, desgranaba su arte, generoso y espléndido, sin pedir nada a cambio.

Su vida transcurría, entre concierto y concierto, esperando a que la vieja iglesia hiciera sonar las once campanadas. Sus días y semanas, su tiempo y su existencia, se reducían al momento en que, de lunes a viernes, se acercaban las once. El resto de las horas, el resto de los días, permanecían vacíos, muertos, despoblados, porque solo a las once, y solo durante unos instantes, su vida, de repente, recobraba el sentido. Porque esa era la hora en que ella aparecía, abrazada a su libro, al final de la calle. Y entonces el mendigo esbozaba una sonrisa, la primera del día, que atesoraría hasta que ella volviera a aparecer trayendo consigo el alba. Sus ojos almendrados se llenaban de luz y en su afán de halagarla tocaba con tal brío que olvidaba el invierno, el hambre y la miseria.
¡Ella era tan hermosa!, no demasiado joven quizá, era difícil adivinar los años en ese rostro pálido y pecoso, los ojos un poco juntos, la nariz respingona, los labios regordetes y rosados,  ¡Dios, que linda era! Tenía la mirada perdida en la distancia. A veces murmuraba entre la multitud, intentando escapar de la vorágine de codos y piernas que se cernían sobre ella impidiéndole el paso.
Estaba enamorado, sin remedio ni enmienda, tal como se enamora la brisa de las garzas, perdido para siempre, entre la necesidad de verla y la vergüenza de ser visto, desnudo de fortuna, transido de soledad, custodiado tan solo por las musas, amantes invisibles,  y un girón de desesperada esperanza.

Su vida entera era, solo aquellos segundos, transcurridos desde que ella hacía su aparición en la parte alta de la calle. La veía bajar distraída, a veces agobiada por la gente. Se acercaba como en una danza, los pies ligeros la traían flotando sobre la acera, sin apenas rozar el suelo  al andar. Y pasaba sin más, ante sus ojos deslumbrados, dejando un suave rastro de aroma a sándalo que él era capaz de distinguir aún entre las más apretada multitud y con los ojos cerrados. Se alejaba calle abajo y con ella se iba el sol. Y entonces, sobre él se abalanzaban  nuevamente la muchedumbre, el ruido sofocante de la ciudad, el hambre y el frío…

Aquel sábado, mientras se sentaba a descansar sobre los cartones húmedos, cerrando sus ojos a la luz cegadora de una mañana gélida, preparándose para resistir dos largos días sin verla, aferrando su violín con las dos manos (ya se lo habían intentado robar un par de veces, creyéndole dormido), el aroma le llegó y supo… supo que ella vendría aunque hoy no la esperara, aunque era sábado, aunque no le tocase trabajar, o estudiar, o ir a donde quiera que fuese cada día…
Disfrutó de esa sensación unos segundos, inhaló su perfume con una  voluptuosidad desconocida hasta entonces, con un deseo urgente de mirarla, quizá de alargar su mano temblorosa y soñar que, al pasar, podía tocarla; y se puso de pie, muy lentamente, oteando entre las cabezas, esperando su aparición inesperada.
Y no se equivocaba, ¡no señor! Allí estaba otra vez, la roja cabellera, la boina blanca ladeada sobre sus largos rizos, el abrigo también blanco, el paso ligerito y apurado. Allí estaba  hoy también, inconsútil y alada, flotando ante sus ojos  nublados de alegría.
_Esto es una señal, no hay duda, _dibujó una sonrisa llena de cascabeles_  el cielo la ha traído por alguna razón. Tal vez, hoy me verá por fin… Si me mira, si tan solo me mira unos segundos, entonces sabré que hay algo en este universo anodino que merece la pena.
Tomó entre sus manos el violín, lo miró como quién contempla un pájaro muerto y lo acarició despacio con los dedos mugrosos. Su pequeño violín color caoba tenía cuerpo de mujer, ¡se parecía tanto a aquella Diosa que bajaba la calle! su tacto suave, su color, su perfume a madera, le hicieron sentir cosas que hacía tiempo ni siquiera soñaba. Casi se avergonzó, como si ella pudiera adivinarlo en la distancia.
Y aquella encarnada mariposa musical se quebró entre sus manos expertas, cobró vida transformada en mujer y de su éxtasis, surgió maravillosa la música como una perfección  sublime y prodigiosa. Nadie se resistió a tanta majestad. Algunos transeúntes cayeron de rodillas, hendido el corazón… la belleza hecha música, se había hecho presente en aquella ciudad de locos, el sábado a las once…
El músico tocó desplegando en el aire toda la tempestad de su tormento, desnudando su alma desmantelada, exhibiendo su devoción sin timidez ni sonrojo.
_No hay nada que perder, y ¡tanto en juego!
Nadie se resistió a la sublime ejecución. Todos cayeron, rendidos a sus pies, arrebatados los sentidos, sobrecogida el alma…
Todos, menos su musa, que pasó entre la gente, impasible y ausente como cada mañana, absorta, murmurando inteligibles palabras. Pasó de largo otra vez, sin volverse siquiera, sin reparar en el ritual de seducción, teñido de pasión y desconsuelo, que aquel desconocido, le había dedicado. Se perdió en la distancia ligera y distraída, dejándole transido de pena y desaliento.
Ciego y vencido permaneció de pie, bebiéndose el vacío que ella había dejado. Como en una quimera irreal, creyó oír a su alrededor, el murmullo olvidado de unos aplausos, que en esta ocasión tenían sabor a escarnio.  
Una mano amigable le devolvió a la vida. _Hijo, no deberías estar en esta calle. Tienes talento, ¿sabes?, me has emocionado. ¡Nos has emocionado a todos! Toma, son para ti _le tendió unos billetes_ come caliente esta noche y no duermas a la intemperie.

Lunes. Once de la mañana. Hace un frío brutal. Hay ruido de bocinas y gritos de vendedores ambulantes. Él los oye a lo lejos. Tirita. Tiene fiebre, y una tos que le arranca los pulmones del pecho. El domingo fue cruel, demasiados grados bajo cero. Hace ya unas horas que el dolor de los dedos se ha ido, o quizás camuflado. Sus ojos afiebrados parecen inyectados en sangre, no deja de temblar, los labios agrietados y cárdenos…  y esa punzada infernal en las sienes…  pero nada le importa. Él aguarda impaciente. Porque hoy es su día, hoy ella lo verá, por fin, y será hermoso contemplar su sorpresa.
En los cartones húmedos y deshechos,  un ramo de rosas amarillas descansando a su lado. No ha comido es verdad, desde hace… ¡qué más da! Hoy ella lo verá… Y ha dormido a la intemperie otra vez, pero una emoción tibia  lo ha arropado,  y ahora, tiene entre sus manos el ramo más hermoso que jamás habría soñado poder comprarle. En él ha gastado todos los billetes de aquel señor tan amable. Le daría hoy su ramo y entonces, ella no podría negarse a mirarlo.
Nervioso e impaciente, se alisa unos mechones y se limpia sin éxito,  con los puños, la cara.
Una, dos campanadas, estaría al llegar, aparecería a lo lejos de un momento a otro. Cinco, seis campanadas, no podía evitar contarlas; nueve, diez, y el corazón se le salía del pecho.
_¡Allí está!, no me puedo creer lo hermosa que viene hoy, se ha cambiado la boina, trae un gorro amarillo, ¡a juego con las rosas!
Se levanta tambaleándose. La fiebre le atormenta. Se le nubla la vista pero se esfuerza en no dejar de mirarla ni un instante. No puede darse el lujo de perderla. Su inspiradora Aedea*.
Ella se acerca como siempre, risueña y apacible. Tiene una luz verdosa en esos ojos pícaros… y llega canturreando despreocupadamente…
Queda el violín abandonado en un rincón de la calle y él se planta en medio de la acera, esperando. Todo transcurre lento, como cada mañana, pero esta vez, él tiene una canción golpeándole en el pecho y el corazón henchido de alegría.
Ella apenas le mira. Él extiende su brazo ofreciéndole el ramo. Pero ella no repara en aquel príncipe vestido de mendigo y continúa andando. Ya casi ha pasado por su lado. El príncipe se estira y la roza con su mano. Ella se vuelve, un tanto sorprendida.
_Son para ti_ intenta susurrar, pero la fiebre convierte sus palabras en un murmullo incoherente y bronco.
_ ¡No te vayas! ¡Espera! Son un regalo… _ en la desesperación quiere correr, como en un sueño, pero sus piernas no responden. Es una pesadilla.
La princesa se asusta. Aquel borracho horrible ha intentando tocarla. Sus uñas renegridas le dan asco. Las manos amoratadas, enfundadas en unos guantes sin dedos… Y esos ojos de loco…
Corre presa del miedo hacia la carretera. Huye del espantajo que la sigue.  Y él la ve, cruzando a la carrera. El grito en su garganta se le hiela… _ ¡Cuidadooo!
Chirrían los frenos en sus oídos…
La gente grita y se precipita hacia la calle. Ha empezado a nevar.

De rodillas cae el violinista callejero. Las rosas esparcidas por la acera, pisoteadas.
Un aullido demencial de fiera moribunda se extiende por las calles, hace vibrar cristales, se arrastra en las cornisas y se alza hacia el cielo.
Antes de que la muchedumbre le cierre el escenario con su telón de piernas y maletines, la ve durante un segundo, tendida en el asfalto, desmadejado su cuerpecito flaco, el rostro pecoso vuelto hacia él, los ojos, sinople y oro, que parecen mirarlo un momento,  mientras  el ocaso se instala  inexorablemente en sus pupilas. La gorra amarilla, esa que hacía juego con las rosas, yace  a un lado de la pequeña cabeza. La contempla tiñéndose de rojo, el color del espanto… Y entre los rizos largos, ¡esos amados rizos con los que ha soñado tantas veces! distingue un cordel blanco, el cable de un aparato de esos con los que los paseantes escuchan música…
… Y lo comprende todo.



 


*En la mitología griega Aedea o Aede es la tercera y última de las tres musas originales, junto con sus hermanas Mnemea (memoria) y Meletea (meditación). Es la musa de la ejecución de la obra artística, ya que es la que se encarga de leer, recitar, tocar (instrumentos) o cantar lo que su hermana Mneme ha escrito. Representa el momento en que una obra de arte es ejecutada.

Relato publicado por primera vez en Febrero de 2010 en la página oficial de Un café con Literatos, de Raquel Viejobueno

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