miércoles, 8 de diciembre de 2010

De tu ausencia

(a mi abuela, que como Penélope, jamás acabó su tejido)

No me pidas un verso.
No esta vez.
No sé cantar con el dolor partiéndome la boca.
La pluma ya no sabe cómo herir el papel, y
se me esconden las musas
tras las lágrimas...

No sé pensar en vos
si vos no estás
¡cuan inmensa y desnuda
la inaplazable certeza de tu ausencia!
Los cálices vacíos de los días
desgranan el rosario de las horas
sin tus pasos quedos,
sin tus manos nudosas
tejiendo telarañas de colores
que abrigarán mi sueño...

Y no encuentro salida
a la agonía de saber que
de esta soledad nunca hallaré regreso...
se me cortó el cordel,
y el laberinto
ya no tiene final
si no en la muerte.

La hora del paseo


Anochece. El frescor anima a los vecinos a salir de sus tórridas casas. Don Cosme baja despacio los veintiocho escalones que lo llevan desde su apartamento al portal, empujando con dificultad la silla de ruedas. Luego sube otra vez a buscar a su amada  Emmanuela.
Ella lentamente camina arrastrando los pies. Apoyada en su hombro, el descenso se convierte en un reto compartido. Él tantea las paredes; sus ojos blanquecinos apenas distinguen el venerado rostro… ¡malditas cataratas! Los dos suman más de ciento sesenta años.
Tardan veinte minutos en llegar a la calle. Para entonces, ambos respiran con dificultad y ella llora en silencio evocando tiempos más felices.
Él, con suma ternura la sienta despacio, le alisa la falda y acaricia sus manos nudosas. Después, sujetándose a la silla comienza a caminar fatigosamente mientras susurra:
_”No llores preciosa… tranquila… es la hora del paseo…”

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La creación de Adán

El Dios de Dioses, Dueño y Señor del Universo, en la inmensidad del espacio-tiempo lo tenía todo. Hacedor de luces y sombras, maestro, juez, artista… arquitecto de galaxias y exterminador de dinosaurios, cultivador de junglas, armador de arrecifes o desfiladeros… su inacabable poder se extendía a diestra y siniestra de todos los soles… Y sin embargo, contra toda lógica, se sentía solo.
En su perfección echaba de menos la risa, la fragilidad, el espíritu aventurero, y hasta la irreflexión  de su hijo predilecto, el hombre.
Por eso, le tendió la mano en un gesto sin precedentes, para acercarlo a su divinidad y poder gozar de su deliciosa compañía.
Así  pues,  los sorprendió Miguel Ángel. Y así los retrató.