sábado, 17 de diciembre de 2011

La conjura de los calvos

Su pelo  había sido siempre su seña de identidad, unos rizos perfectos el mejor estilo “Pantene” que cuidaba con esmero casi obsesivo.
Cuando cumplió los veinticinco y supo que la genética no le había perdonado, y que más pronto que tarde se quedaría calvo como su padre, decidió no sufrir el tormento de una pérdida paulatina y, no sin cierta amargura, se rapó al cero.
Al principio le costaba salir a la calle sin gorra, y el frío de Diciembre le parecía más inclemente que ningún otro año, pero poco a poco se fue acostumbrando y con el correr de los días dejó de evitar los espejos y presumido, volvió a mirarse de reojo en los escaparates.
Lo más increíble es que en cuanto él dejó de sentirse ridículo las chicas empezaron a descubrirle un insospechado “lado sexy”. Se dieron cuenta de que tenía unos ojos preciosos, una boca carnosa y la sonrisa más cautivadora de todos sus amigos, por no hablar de su culito prieto y respingón.

El éxito fue tan rotundo que en unas cuantas semanas la “panda de envidiosos” de sus colegas siguió sus pasos con la esperanza de que el nuevo look les ayudase a echar algún polvo.
Todos menos Andrés, que sigue aferrado a su trasnochada melena a lo “Richard Clayderman” y los llama con acritud: “el club de los pelados”, pero no se come un rosco el cabrón.



Este relato fue escrito para la revista "Léptica" y publicado en su número "Los pelos" de Agosto de 2011.-

domingo, 4 de diciembre de 2011

Nos vamos muriendo



Nos vamos muriendo
con cada soplido,
consumiendo  en vida
como la hojarasca podrida
del monte,
morimos tan lentos
que sin duda alguna nos creemos vivos,
¡necios!
cirios derretidos
de cera amarilla
por el fuego fatuo de los días lerdos.

La vida nos pasa sin dejarnos huella,
no hollamos la senda porque nos perdemos
en vanos caminos de lutos por nadas,
guerreros vencidos antes de la lucha,
que dimos perdida sin desenvainar
siquiera la espada.

No mires tan lejos que la muerte ronda
tu pecho desnudo
y acecha en tu almohada de los sueños rotos.
La muerte la llevas prendida en la falda,
dormida en las manos,
devorando instantes que pierdes pensando
y soñando que vives...
Carcome tus huesos,
se ciñe a tu espalda,
dibuja amapolas que son de ceniza
para que claudique la luz de tu alba.

Mueres porque quieres.
Eliges la muerte del dolor y el miedo
sufriendo sin causa
¿no ves que te llena los ojos de niebla 
para poseerte ciego y engañado?

Nos vamos muriendo con cada segundo
nuevo,
acompasado;
nos vamos gastando
como acantilados golpeados sin tregua...
y nos apagamos
sin quemar las horas que nos regalaron.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Lala


Mi abuela no fue una mujer de mundo, al menos no de mi mundo. Nació en un pueblo perdido en medio del campo, allá por el litoral del Uruguay y no tuvo una vida fácil. Siendo la mayor de once hermanos, su longevidad la enfrentó a la tristeza de verlos morir a todos, unos de chiquitos y otros ya de viejos. Doblegada al machismo exacerbado de su época que no le permitió más que servir, primero a sus hermanos varones, y después a su marido, vivió esclava y maltratada hasta que sus propios hijos decidieron rescatarla de su calvario y se la llevaron a vivir con ellos. Fue así como se convirtió en “madre de sus nietos” (tal como sucede hoy a tantos otros abuelos), a los que ayudó a criar, con más  errores que  aciertos, pero con ese cariño infinito del que solo son capaces las abuelas de pelo blanquísimo, vientre prominente y falda tibia.
Trabajadora incansable, a la que las labores de coser a máquina y bordar a mano interminables ajuares para niñas ricas durante gran parte de su vida, le dejó como legado una joroba considerable y la vista desgastada.
Los nietos la llamábamos Lala…
Sus historias tenían el encanto de lo antiguo mezclado con una cierta socarronería que a veces nos hacía dudar, si no estaría en realidad, tomándonos el pelo. Como cuando nos contó, a mi primo Daniel y a mí, la historia de una “pobre muchacha” de su pueblo que sufría una extraña enfermedad, llamada fiebre uterina, que la empujaba a acostarse con cuanto hombre se cruzase en su camino. Ni nuestras risotadas ni los comentarios soeces de mi primo, que aseguraba que aquello no era una enfermedad y que tenía un nombre mucho más prosaico, lograron quitarle la idea de que la pobre “chiquilina” sufría lo indecible a causa de aquel mal.
Cuando le convenía, Lala se hacía la sorda, pero sin embargo era raro que sucediera cualquier cosa en nuestra casa sin que ella estuviera al tanto. Mi amigo Luis, que se había creído lo de la sordera, quiso una vez tomarle el pelo, y le dijo al pasar, a modo de saludo: _ ¿Adónde vas, vieja sorda? Y me abuela, ni corta ni perezosa le contestó como la del chiste: _No voy, vengo de ponerme un audífono ¡la… madre que te parió!
Era imposible no quererla… ella siempre nos hacía reír.
Recuerdo un veinticinco de Diciembre, cuando yo tendría unos diecisiete años. Mi amiga Sandra y yo, aprovechando que era el primer año que nos dejaban beber (delante de nuestros padres, claro) nos bajamos mano a mano media botella de Martini y por la falta de costumbre, nos entró la risa floja. No dejamos comer a nadie en paz, y como era de esperar, mi padre, harto de nuestras tonterías, nos castigó. Los adultos se fueron al cine, con los niños pequeños y nosotras nos tuvimos que quedar a fregar los platos de toda la tropa, que no eran pocos, y a trapear el suelo de la cocina. Lala, como todas las tardes, se había encerrado en su cuarto, a ver la televisión.
Cuando ya habíamos recogido el comedor, lavado todos los platos y las ollas, y estábamos barriendo, entre risa y risa, le pregunto a Sandra: _ ¿Y si nos tomamos otro Martini?_ La idea se nos hizo irresistible, una forma de venganza por el castigo. Y así lo hicimos. Lo cierto es que, vasito va, vasito viene, la botella de Vermut se terminó.
_ ¡Dios! Cuando vuelva mi padre, me mata, ¿qué hacemos?
_Bah… la rellenamos con agua…
_Bien, pero tarde o temprano se va a dar cuenta. Hum… ya sé. ¿Y si le decimos que  se nos rompió mientras recogíamos la mesa?_ Sin pensármelo dos veces, llené la botella con agua, y alzándola por encima de mi cabeza, la dejé caer al suelo en medio del comedor.
El ruido alertó a mi abuela, que tan sorda no estaba, y llegó apresurada. _ ¿Qué pasa?
_Nada, Lala… que se me cayó la botella cuando iba a guardarla en el aparador.
_SI, ¡ya decía yo que desde mi cuarto olía a vermut!_ exclamó tocándose la punta de la nariz.
_Como no sea de nuestro aliento… va a ser que tienes tanto olfato como oído…
_ ¿Qué dices hija?
_Nada, nada, Lala…_ y mientras tanto, Sandra se revolcaba por el suelo, llorando literalmente en un ataque de risa sin soltar ni el recogedor de la basura, ni el cepillo…
La anécdota, ¡faltaría más! pasó a los anales de la historia de nuestra familia. Todavía hoy se la cuento a mi hijo, de vez en cuando, y algún día se la contaré a mis nietos, si Dios quiere darme alguno.
Solo espero que, cuando me toque ejercer de abuela, sea capaz de afrontar los días con un poquito de aquella inocencia, ¿o sería pura ironía encubierta?, con la que mi abuela nos hacía reír, o se reía de nosotros, quizá, sin que nos diéramos cuenta…

miércoles, 30 de noviembre de 2011

A veces... nada.



A veces soy un pájaro muerto que yo misma encuentro pisoteado en el camino.
Una botella perdida en el mar y sin mensaje…
Un corazón arañado en la corteza  ajada de aquel  árbol reseco
hace tiempo cortado.
Un cajón atascado que ya nunca se abre,
un patio de recreo a medianoche,
unas manos preñadas de notas musicales, y sin guitarra.
A veces,  la luna nueva, 
ausente,  oscura, helada…
tan alineada al sol que se vuelve invisible…


Algunos días despierto perro apaleado,
sarnoso, infectado de pulgas y de moscas,
buscando un escondrijo donde tumbar los huesos para esperar la muerte.
Otros, olvido despertar y solo muero las horas lentamente… desierta de esperanzas,
vomitando recuerdos…


A veces soy un paseante que camina sin tregua
por la orilla nauseabunda del “Infierno” de Dante, 
una huella gigante en la arena caliente, que ya ha sido borrada.
Un ruego sin respuesta, una plegaria impía, un ritual sin mística y sin fe.
A veces tengo en las manos un puñado de estrellas apagadas
a las que pido deseos inconfesables.
A veces, simplemente desaparezco
y juego a mutilarme mientras me buscas.


A veces me detengo y aguardo a que el tiempo me alcance,
a que mude mi piel o la arranque a mordiscos,
pero nada perturba esta cadencia pendular del duelo interminable
y todo permanece…
me intuyo condenada a vivir sin remedio.



A veces ni siquiera soy,
ni espero, ni encuentro, ni camino…
ni veo…
ni respiro.
Nada.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Cuando llegaste


A Laura, que llegó,                
y por suerte, se empeñó en quedarse



Abril.
Se encorva el paraíso
cargado de “coquitos” marrones y arrugados,
avasallado y roto por el viento del sur.
Se escapan las cometas de las manos chiquitas
a recorrer el cielo
cuando el hilo no aguanta.



Se arremolinan rojas, naranjas, amarillas
las hojas huídas de las parras
en el patio de atrás de nuestra casa.
Teje la tarde gris
un rebozo de cirros en el cielo azulado…

Abril,
inconfundible abril de nuestra tierra,
empapado de lluvias y olor a pan caliente.
Se despereza el cedro a la mañana
si se ha calmado el viento,
y acuden los redondos panaderos
volando
a despedir golondrinas…

Fue en Abril cuando llegaste a mi vida.


viernes, 25 de noviembre de 2011

He bajado a los infiernos


He bajado a los infiernos
a buscarte.
No he podido encontrarte,
y me he perdido.
Más…  prefiero vagar eternamente
aunque no logre hallarte,
que abandonarte
en la eterna negrura del olvido.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Allá...




Allá donde los patos
regresan
por las tardes
ajenos a las máquinas,
dragones amarillos
que excavan
las entrañas del barrio...



Allí donde amontona
camalotes
el agua adormecida
y se desliza el pez,
orondo
entre cientos de anzuelos
enredados a las algas...




Ahí donde se citan
las parejas de horneros
y de novios...
donde se aquieta el viento
y las gaviotas
acuden confundidas
a buscar pescadores en las islas.


Allá, en aquella tierra colorada,
salpicada de pinos
y de acacias,
donde serpea el camino
entre lagunas
y zumba el mangangá
en las siestas sofocantes de febrero...

Allá quiere vivir mi memoria
recostada en un tronco
a la orilla del agua,
o sentada en la arena
con los ojos cerrados...
Allá quiere habitar,
entre los yuyos
respirando tu olor
eternamente.

lunes, 31 de octubre de 2011

No se trata de venganza



Mi cuerpo ya no responde. Soy un extraño de mí mismo anclado a una cama blanca, de sábanas almidonadas con olor a jazmín, las flores que más detesto.  Tanta humillación es intolerable. Nadie tendría que pasar por esto… no tener ni siquiera la mínima posibilidad para decidir morir, y acabar con el suplicio…
Solo oigo susurros… susurros en la oscuridad. Incertidumbre y miedo… fantasmas blancos,  verdes a veces, como mis propios vómitos, armados de objetos punzantes  que me acosan, me derriban, me denigran aprovechando que ahora soy vulnerable. 
Sombras que se mueven, me rodean… en sus palabras condescendientes se esconde la burla.  Sé que me hablan como quien habla a un niño, o a un moribundo. No soy ni lo uno ni lo otro, pero a nadie le importa. No puedo moverme. Lo intento. Mis miembros no me responden… o quizá sea mi cabeza la que no da las órdenes necesarias… mi cuerpo… no parece mío… no me reconozco. Y sin embargo… el sufrimiento me recuerda que sigo atado a este lugar que cada día aborrezco más. Quiero irme a mi casa.  Ojalá pudiese gritar… 



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_No quiero que al Señor le falte nada. ¿Me oyó bien, Ofelia?
_Sí Señora. Acabo de cambiar las cortinas, tal como me ordenó y todo está colocado ya en su sitio.
_Muy bien, puede retirarse. Hasta la hora de la cena no voy a necesitarla. 





Ella está muy cerca. Está oscuro pero lo sé porque huelo desde aquí su perfume. Oigo sus pasos inconfundibles, blandos. Se aproxima a mi lecho y enciende la radio… demasiado alta para mi gusto… y se va dejando puesto ese programa moderno que tanto me asquea.
Ojalá pudiese gritar…

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Unas horas más tarde Julia entra en mi habitación.
_ ¿Cómo estás papá?_ ¡Uf! ¡Qué oscuro está esto!  _ ¿Te abro las cortinas?
Es, por supuesto una pregunta retórica. La muy zorra sabe que no puedo contestarle. Pero las abre de todos modos. La luz me hace parpadear… creo adivinar una sonrisa en sus labios.
_Esta música está demasiado alta. _la apaga_ ¡Qué raro! Creía que no te gustaba esta emisora…
_Hola mamá.
_Hola hija. ¿Por qué has venido? Estás en época de exámenes. Deberías estar estudiando.
_Solo he pasado un momento, para preguntarte si necesitas algo.
_No. No te preocupes. Lo tengo todo bajo control. Ofelia me ayuda mucho.
_Si… ¿sabes?, es raro… papá la trataba tan mal como al resto del servicio y aún así, desde que al viejo le dio la embolia parece muy afectada. Oye… ¿porqué las cortinas verdes? Papá odia el verde…
_Las otras estaban roídas y olían a humedad. No te preocupes, ya las cambiaré. Ahora vete tranquila, estaremos bien.
_Mami… eres una valiente. Te quiero. Adiós papá.






La veo caminar hasta los pies de la cama y sentarse en el sillón, después de volver a cerrar las horribles cortinas y encender la radio otra vez. Me mira con una sonrisa enigmática que no sé cómo interpretar. Me pregunto qué está pasando…
_ ¿Estás cómodo querido?
¿Cómo puede preguntarme eso? Por supuesto que no lo estoy ¡perra!, ¿Cómo iba a estarlo? comiendo asquerosos purés con sabor a pescado, o a espinacas,  escuchando esa radio infernal, sin luz, sin poder moverme ni hablar… y lo que es peor, teniendo que aguantar que me toque ese repugnante marica que has contratado para atenderme.
Debió ver la ira en mis ojos porque su sonrisa se hizo más encantadora, antes de agregar:
_ ¿Verdad que no? Pues quiero que sepas, que a partir de ahora, todo va a ser perfecto, tal como el día de hoy. No temas. Te prometo ocuparme de todo. Y verás que será maravilloso. Tengo una deuda contigo, mi amor y te juro que te pagaré todas y cada una de las cosas que has hecho por mí en estos largos, larguísimos años.
Mira _me enseña un libro pequeño;  parece un diario_ tengo una lista, todo está aquí apuntado para que no pueda olvidarme de nada. Escucha, lo he planificado de forma ordenada, tal como lo exiges tú siempre:



_Por cada vez que llegaste a casa borracho y oliendo a otras mujeres, vas a comer ese pescado, ¡que tanto te gusta! una semana… ¿te parece bien?
_Y por cada paliza que me diste desde el día que nos casamos, vas a ayunar un domingo. Creo que van a faltarme domingos. No creo que vivas tanto. Pero no importa.
Hago un esfuerzo sobrehumano por levantarme y arrastrar a esa bestia por los pelos, pero solo consigo agitarme y ponerme rojo tal vez… su sonrisa se hace más sugestiva si cabe.
_Haciendo un cálculo aproximado _sigue ella_ de las veces que me humillaste en público, que serían unas cincuenta más o menos,  creo que a modo de compensación te regalaré un ramo de tus flores favoritas cada viernes, hasta completar cincuenta ramos, o cincuenta semanas, como quieras verlo. Eso… no llega ni a un año. Eran los jazmines… ¿no es cierto?
_Lo del bebé que perdí no voy a contártelo. Eso ya lo pagarás en el fuego del averno, y será pronto.
_Y esto te va a encantar: me dijiste que era una inútil y una fracasada, me aterrorizaste y me despreciaste  tantas veces que me es  imposible llevar la cuenta, así que por eso, escucharás cada día la radio que yo decida que escuches, y verás en la televisión lo yo te ponga, beberás cuándo y lo que yo diga y te asearás cuando a mí se me antoje. ¿Lo has entendido?_ la sonrisa sensual se había convertido en una mueca cruel. Y yo, empezaba a comprender que me había muerto ya. Y que estaba en el infierno.

_Señora, está aquí el auxiliar para asear al señor y darle la cena.
_Gracias, Ofelia. Pero dile que esta semana yo me ocuparé de todo, del baño, la cena y de cambiarle la postura para que no le salgan llagas.
_Muy bien Señora. Le diré que puede irse.

Suspiré aliviado. Al menos me libraba de ese degenerado por una semana.
Se acercó a mi cama despacio. Había recuperado esa sonrisa aterradora. Levantó las sábanas y miró de forma humillante dentro del pañal geriátrico. Con un gesto de repulsión volvió a taparme. _Estás realmente asqueroso querido. ¡Por Dios! ¡Qué olor a mierda!_ y abandonó la habitación cerrando la puerta.

Ojalá pudiera gritar…


miércoles, 27 de julio de 2011

Versos de la Dama Triste





No escribo para vos.
Tus labios de cereza no están hechos para el sabor amargo de mis letras aullantes. Los versos que brotan de este manantial no llevan la alegría que tu alma precisa para sentirse plena. 
No hace falta que sepas del dolor insondable que se acuesta conmigo cada noche, en nuestra  cama…
No es preciso que tengas conciencia de esta muerte que es, cada mañana, amanecer cubierta de sal y despojada de toda esperanza… 

Escribo para mí.
Mis letras son la búsqueda infructuosa de un atisbo de luz, de un soplo de consuelo.
Esculpo pues palabras en miga de pan, y me las trago después rebozadas en ceniza… 
No quiero que me veas deletrear su silueta moribunda, que oigas las notas ahogadas de su llanto-réquiem, no quiero que presientas ni por un solo instante el augurio feroz de mi vejez prematura…
Me trago las súplicas de mi despedazada alma con la esperanza de que éste gesto te dé la posibilidad de ser feliz a espaldas de mi tormento.

No oses preguntar si esto es amor.
¿Acaso no lo ves?

Tan solo es miedo.

sábado, 23 de julio de 2011

Síndrome catatónico






SÍNDROME CATATÓNICO
Frente a la ventana cerrada, ella contemplaba la luz proveniente del exterior entre golpe y golpe. El dolor se iba acentuando por momentos y de a ratos se sentía mareada, aunque en su fuero interno no sabría describir en realidad aquella sensación. El ritual era sencillo, rítmico, automático: se golpeaba la cabeza contra el cristal, una vez, otra vez, otra vez… hacía más de media hora que repetía aquella liturgia sin sentido, pero nadie se había percatado todavía. El pequeñísimo lapso de tiempo que podía recordar transcurría en el hastío de aquel insoportable lugar. Fuera de eso, no había nada.
La habitación blanca y desangelada parecía fría a la vista. Sin embargo, realmente hacía allí un calor insoportable, seguramente gracias a la manía de mantener tan alta la calefacción aún a mediados de mayo. Estaba agobiada y el encierro la alteraba cada vez más.
Dos camas cuidadosamente tendidas, con sábanas inmaculadas, rotuladas con un logotipo en azul, dos mesillas metálicas, pintadas también de blanco, como las paredes, como los armarios, como el suelo de baldosas y las puertas del baño y el pasillo… componían una nívea prisión desprovista de estímulos.  Solo destacaba sobre una de las mesillas, un puñado de revistas en el que ella ni siquiera había reparado. No llamaban su atención.
Con el paso de los minutos el ímpetu de los golpes empezó a aumentar de manera preocupante. Afortunadamente para ella, el cristal era lo suficientemente resistente. Algunas veces, la violencia era tal que caía al suelo de espaldas y se quedaba unos minutos pugnando por levantarse, entre furiosa y aturdida. Pero su increíble fortaleza, pronto la devolvía a su obsesión enfermiza y el rito empezaba de nuevo, acompañado siempre por un murmullo ininteligible.
Tras el cristal estaba la libertad, el jardín oloroso y fresco, salpicado de hortensias, azucenas y dalias, el bullicio de la calle, la tienda de golosinas siempre abarrotada de ruidosos niños, el escaparate de la vieja librería y las altísimas y deprimentes rejas que cercaban un colegio privado. ¡Qué mundo este!, siempre empeñado en encerrar a los viejos, a los locos y a los niños en alas de su supuesta seguridad.

Una enfermera entró en la habitación. Durante una milésima de segundo sintió el impulso de salir escapando hacia el pasillo pero la mujer cerró rápidamente la puerta tras de sí bloqueándole cualquier posibilidad de huída. Resignada volvió a su batalla perdida con la ventana y redobló sus esfuerzos, inconsciente de la inutilidad de su empeño.
La enfermera se acercó a una de las camas, recogió distraídamente un termómetro y sin prestarle  la más mínima atención abrió después la puerta del aseo, como buscando algo, o a alguien. Luego, con la misma indiferencia y sin mirarla siquiera, abandonó el cuarto dejándola otra vez encerrada.
Afuera avanzaba la mañana a pasos agigantados y el mundo se movía vertiginoso inmerso en sus quehaceres diarios. Ella apenas lo contemplaba indolente. Sabía de su existencia pero de una forma abstracta, distante y distorsionada. Ni siquiera tenía completa conciencia de sí misma y de las cuatro paredes que ahora la aprisionaban. Había nacido así, desconectada del mundo humano y así habría de morir. Sin embargo, un instinto primigenio y desgarrador la empujaba a buscar la libertad que desconocía, la instigaba de forma enfermiza a emigrar hacia aquella luz del jardín. En su cerebro, un presentimiento de olores nuevos la atormentaba, olores que el perfume del alcohol, del cloroformo y el desinfectante le habían robado, pero que inexplicablemente buscaba de forma instintiva.
Toc…    toc…    toc…    toc…    toc…
El interminable golpeteo que habría desquiciado a cualquiera, podía acabar en algún momento  con sus fuerzas, pero jamás con su determinación. Seguía un impulso que en su caso era natural, que la dominaba y no le permitía abandonar nunca… nunca… nunca… porque ella no tenía concepción del tiempo.
Toc…    toc…    toc…    toc…    toc…

La puerta volvió a abrirse y la paciente de la cama 2 entró arrastrando los pies. Se detuvo junto a la ventana y la observó largamente golpearse sin piedad una y otra vez.
Toc…    toc…    toc…

Alargó la mano en un gesto esperanzador, como si fuera a abrir la ventana para aliviarle de una vez por todas el suplicio, y concederle la tan ansiada libertad. Pero su brazo se detuvo a medio camino y quedó quieta, pensativa, la mirada perdida, los ojos acuosos, la baba cayéndole sobre la bata blanca… balanceándose adelante y atrás sobre sus talones… la cabeza ladeada en un gesto que recordaba a un pájaro curioso…

Se volvió con lentitud hacia la cama y tomó con parsimonia una de las revistas. La arrolló con las dos manos formando un cilindro y sin darle tiempo a reaccionar…
¡¡¡ZÁS!!!...
la aplastó contra el cristal esparciendo sus vísceras y destrozando sus alas…

Supo entonces que, en ese instante, había sido liberada para siempre de su estúpida obsesión, del empeño inútil de traspasar el vidrio para emprender su camino hacia la luz, para revolotear molestando a los perros o posarse sobre un montón de mierda cualquiera…

...como cualquier otra mosca.