miércoles, 8 de diciembre de 2010

De tu ausencia

(a mi abuela, que como Penélope, jamás acabó su tejido)

No me pidas un verso.
No esta vez.
No sé cantar con el dolor partiéndome la boca.
La pluma ya no sabe cómo herir el papel, y
se me esconden las musas
tras las lágrimas...

No sé pensar en vos
si vos no estás
¡cuan inmensa y desnuda
la inaplazable certeza de tu ausencia!
Los cálices vacíos de los días
desgranan el rosario de las horas
sin tus pasos quedos,
sin tus manos nudosas
tejiendo telarañas de colores
que abrigarán mi sueño...

Y no encuentro salida
a la agonía de saber que
de esta soledad nunca hallaré regreso...
se me cortó el cordel,
y el laberinto
ya no tiene final
si no en la muerte.

La hora del paseo


Anochece. El frescor anima a los vecinos a salir de sus tórridas casas. Don Cosme baja despacio los veintiocho escalones que lo llevan desde su apartamento al portal, empujando con dificultad la silla de ruedas. Luego sube otra vez a buscar a su amada  Emmanuela.
Ella lentamente camina arrastrando los pies. Apoyada en su hombro, el descenso se convierte en un reto compartido. Él tantea las paredes; sus ojos blanquecinos apenas distinguen el venerado rostro… ¡malditas cataratas! Los dos suman más de ciento sesenta años.
Tardan veinte minutos en llegar a la calle. Para entonces, ambos respiran con dificultad y ella llora en silencio evocando tiempos más felices.
Él, con suma ternura la sienta despacio, le alisa la falda y acaricia sus manos nudosas. Después, sujetándose a la silla comienza a caminar fatigosamente mientras susurra:
_”No llores preciosa… tranquila… es la hora del paseo…”

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La creación de Adán

El Dios de Dioses, Dueño y Señor del Universo, en la inmensidad del espacio-tiempo lo tenía todo. Hacedor de luces y sombras, maestro, juez, artista… arquitecto de galaxias y exterminador de dinosaurios, cultivador de junglas, armador de arrecifes o desfiladeros… su inacabable poder se extendía a diestra y siniestra de todos los soles… Y sin embargo, contra toda lógica, se sentía solo.
En su perfección echaba de menos la risa, la fragilidad, el espíritu aventurero, y hasta la irreflexión  de su hijo predilecto, el hombre.
Por eso, le tendió la mano en un gesto sin precedentes, para acercarlo a su divinidad y poder gozar de su deliciosa compañía.
Así  pues,  los sorprendió Miguel Ángel. Y así los retrató.

martes, 23 de noviembre de 2010

Hagan sus apuestas


Es difícil acertar con la jugada… 
Tomamos un puñado de palabras y las echamos en el cubilete agitando con destreza o con presteza.
Soplamos…  que no falte el ritual para la buena fortuna.
Y las lanzamos con más fuerza que maestría sobre el tapete blanco de una página virgen.
La mayoría de las veces la jugada no vale un pimiento y perdemos la apuesta. Nos frustramos, nos  flagelamos y nos replanteamos como otras tantas veces el precio de esta salvaje vocación,  nuestro talento y el sinsentido de nuestras vidas.



La existencia del delineante de quimeras es así. Un instante de lucidez, y horas, días, interminables semanas…  de deambular perdido en los yermos territorios del desconsuelo.

Sin embargo, un día de estos, con un poco de tino y mucha buena estrella, saldrá una combinación ganadora y la perfección se hará frase, párrafo, cuento o poesía…  y entonces… redescubriremos el mundo a través de un puñado de esquivas palabras, que bien mezcladas, nos regalarán ese cóctel exquisito y embriagador  que nos seducirá irremediablemente… y volveremos a caer en el vicio pertinaz de este juego suicida.


lunes, 15 de noviembre de 2010

Butterfly


Cuando conoció  a Joaquín, Lina sintió que su mundo, de repente, recobraba el sentido. La felicidad fue mutua, desbordante e inexplicable y les llevó al altar en apenas unos meses. Se reían juntos hasta provocar la envidia, sana o no, de quienes les conocían. Compartían el amor por los libros y el gusto por los deportes de aventura y los viajes. El sexo era magnífico, pródigo y creativo  hasta la extenuación.  Y por si todo esto fuera poco, él tenía esos detalles románticos que toda mujer soñaba pero pocas veces conseguía: el desayuno en la cama, con rosas incluidas… cenas con velas a la luz de la luna…  poesías de Pablo Neruda, dejadas como al descuido sobre la almohada… bombones en un día cualquiera… bailes encadenados y a oscuras, aderezados con caricias interminables que casi siempre acababan en desatada pasión…

Aquel pequeño paraíso de su hogar, alcanzó la perfección el día que nació Clara, hermosa como su padre.
En cuanto vio la infinita ternura con que la tomaba en brazos, Lina supo que Joaquín sería tan buen padre como marido. Sin duda había nacido para ser papá, y la mejor prueba era la incondicional adoración que Clara le profesaba.

Cuando la niña tenía dos años, Joaquín se quedó sin trabajo y decidieron que, al menos durante un tiempo, se ocuparía de ella y de las labores del hogar mientras Lina hacía horas extras y él cobraba el seguro de paro. Joaquín se adaptó rápidamente y Clarita no podía ser más feliz, teniendo a su adorado papaíto todo el día a su entera disposición. La solución pareció la ideal hasta que Lina empezó a darse cuenta que, tantas horas fuera de casa, la estaban distanciando de su hija. Y aquello, sumado a la admiración y el amor que Clara sentía por su padre, la hizo sentirse de pronto, como si empezara a quedarse fuera de aquella familia…

_No seas tonta, son imaginaciones tuyas_ le animaba él _ la niña te adora… ¡eres su madre!_ y Lina entonces, se esforzaba con denuedo por no sentir esos celos ridículos y equivocados.

Durante las horas que pasaban juntos, padre e hija adquirieron la costumbre de dar largos paseos en bicicleta. Algunas veces muy temprano por la mañana, y otras al atardecer, Joaquín subía a Clara en la sillita instalada en el manillar y se iban a recorrer el parque, la playa, los caminos entre los pantanos…
Una noche, regresaron tan tarde que Lina les recibió preocupada.
_No me gusta que vayas por ahí con la niña hasta tan tarde… ¡hace más de dos horas que oscureció y el barrio ya no es seguro! ¿No has visto las noticias? Han desaparecido ya dos chicas cerca de la vieja carretera.
_Nunca vamos por esa zona. Tranquila. Además, yo jamás pondría en peligro a la niña.
_No vuelvas a preocuparme de esta forma _ le espetó airada _ ¡mírala!, parece agotada…
_De acuerdo. Lo siento. Pero quiero que sepas que la razón de la tardanza no fue otra que esta..._ sacó del bolsillo un colgante de oro con una preciosa piedra azul engarzada en un broche con forma de mariposa. _Iba a dártelo mañana, después de envolverlo, pero… no me has dado tiempo.
_Oh, Joaquín… siento haberme enfadado. ¡Es precioso!
_Es una tontería. Y ni siquiera es nuevo. Se lo compré a un viejito joyero que vive cerca del centro y tiene compra-venta de joyas usadas. Por eso tardamos tanto.
_ ¡Hasta el centro en bicicleta! ¡Madre mía! Eres increíble. Gracias… gracias Joaquín. _ se le tiró a los brazos lanzándolo sobre el sofá y cubriéndolo de besos entre risas y arrumacos.
Clara rompió en ese momento en un llanto desconsolado.
_Pero mi amor, para ti también tiene mami abrazos y besos, ven, ¿lo ves? No estés celosa _ pero su hija le tiraba desesperadamente de la manga separándola del padre. Parecía asustada, sin embargo Lina comprendía bien lo que estaba ocurriendo y le costó disimular el disgusto. La niña, de quién tenía celos en realidad, era de su padre.  Lo quería solo para ella. No podía tolerar que su madre le mimara. Cada día era peor. No dejaba a su padre un segundo a solas y muchas veces, se levantaba a medianoche para instalarse en medio de los dos en la cama de matrimonio. Se estaba convirtiendo en algo enfermizo y aquello no le gustaba.  Alguien le había dicho una vez que era algo normal en la relación de  las niñas con los padres, pero Lina tenía la impresión de que la situación se le iba de las manos. Para colmo, Clara había vuelto a hacerse pis en la cama en las últimas semanas.
Sin duda deberían replantearse el intercambio de roles. Lo hablaría con él tranquilamente el fin de semana… _suspiró_ Joaquín parecía tan contento con el papel de amo de casa y padre veinticuatro horas…




Aquel domingo hacía mucho frío. Lina encendió la estufa de leña y se sentó delante del fuego con una taza de café caliente entre las manos. Joaquín se había marchado temprano en la bici y Clara dormía tranquilamente en su cama. Llegó el chico del periódico dominical con retraso a causa del mal tiempo. Lina abrió la puerta y recogió el semanario del suelo del porche. Estaba bastante mojado. La oscuridad de la tormenta envolvía al barrio a pesar de ser ya media mañana.
Volvió al sillón y se puso a ojearlo sin mayor interés procurando no mancharse la ropa de tinta. En la tercera página llamó su atención la noticia de una muchachita desaparecida _ ¡otra más!_ que había sido encontrada muerta en una laguna, hacía dos días. Según sus padres, había salido de trabajar el lunes por la noche pero nunca llegó a casa. Dos compañeras de la fábrica la dejaron en la parada, esperando el autobús. La fotografía  estaba algo borrosa. Tendría 20 años, calculó Lina, el pelo largo y negro, los ojos oscuros y…
…en  la  garganta…
                        … un  collar  precioso…    de  oro…
                                                                   … con  una  delicada  piedra  azul…                                     
                                                                                                                                       engarzada   en…  

Se llevó las manos al cuello y tocó el colgante con los dedos. No pudo evitar una arcada de repugnancia al pensar que aquel viejo le había podido vender a su marido el collar de la chica muerta.

La puerta se abrió entonces y la figura de Joaquín se recortó bajo el marco de la puerta. Venía chorreando. Clara sujetó el periódico sin poder articular palabra. El horror reflejado en el rostro. Él se quedó perplejo mirando la noticia y volvió después sus ojos hacia ella muy despacio…  la cabeza ladeada… y una expresión monstruosa pintada en el rostro.

_ ¡A mami no, papá!, ¡a mami no, por favor! _ gritaba Clara desde la puerta del cuarto, aferrada a la almohada… un reguero de orina extendiéndose a sus pies…

 Publicado por primera vez en  Setiembre, en la página web de "Un café con Literatos" de Raquel Viejobueno:


sábado, 13 de noviembre de 2010

Crepúsculo

Crepitando ruidosa se consume la leña. Afuera el viento azota los rosales y las dalias, que me recuerdan a los leños sedientos quejándose y ardiendo. Las persianas gastadas gimen así también  esta tarde de Agosto en mi hemisferio sur… 
Las cinco de la tarde y ya oscurece… No habrá ranas cantando esta noche, ni grillos, ni murciélagos veloces en el aire. Solo el aullido del viento y la tormenta ensañándose con los sauces y la acacia.

En un rincón te encuentro acurrucada, reseca como un tronco hace tiempo cortado, arrugadita y frágil… Me pareces dormida y sin embargo, te escucho canturrear mientras te meces en esa, tu vieja silla de madera de pino.

Cruje también la silla acompañando al viento plañidero, a las persianas grises y a la lumbre.

Son demasiados años los que cargan tus huesos finitos y gastados como la silla, las persianas decrépitas y la estufa de leña ennegrecida. Sin embargo, ni un solo lamento se escapa de tus labios, canturreas balanceándote y sonriendo, mientras crece la labor sobre el regazo y se llena de arcoíris la ventana empapada de lluvia, con tu luz iluminando el comedor como un enorme sol crepuscular…

martes, 2 de noviembre de 2010

Estás con nosotros (de Juan Subelzú)

El 7 de Octubre de 2010 publiqué una poesía dedicada a Luis, un gladiador y un artista de la vida... 
Lo que sigue, ha sido escrito para él por Juan, fiel compañero en mil batallas.
Lo comparto sabiendo que estos poemas, no son solo palabras, son perlas preciosas que hablan de ese amor incondicional, superior e inigualable, que solo las grandes almas pueden sentir y que tiene por nombre AMISTAD.

                Hermano, la muerte llega solo con el olvido.

                Y vos estás,  siempre, en nuestros mejores
                recuerdos.


“Poeta herido en colores
Por el amor a este río
Prometiste: de rodillas
Algún día he de llegar

Volviste, verde en el monte
Volviste, oro en sus playas
Vino caliente y guitarra
Y muchas ganas de andar”

                                         


Cuando una angustia machaza
Entró brutal en mi pecho
Buscando un poco de alivio
A vos te lo fui a contar
Y hallé tu mano tendida
Cuando mi vida en pedazos
tenía que armar de nuevo
sin saber como empezar.

Nunca olvidaré tus ojos
Cuando la muerte rondaba
Diciéndome sin palabras
Que ya no aguantabas más
Y yo pensaba en silencio
Hermano ¿cómo ayudarte?
Cómo brindarte el consuelo
y un poco de dignidad.

Hace mucho que te fuiste
Pero seguís con nosotros
y mientras te recordemos
Vos nunca vas a morir.
Solo dejaste un estuche
Que estaba muy agotado
Pero te has vuelto barranca
Árbol y arenas del Yí.

Hoy acá en el campamento
Junto a este grupo chiquito
Tu guitarra y tu sonrisa
Están rodeando el  fogón
Mientras vibran entre el monte
Zambas, milongas y valses
Yo voy a buscar el poncho
Que algún vivo te escondió



                                                                                                                             

                                        J. Subelzù 
(Recuerdo para Luisito, alguien que nunca se fue )

lunes, 1 de noviembre de 2010

Alma

La primera vez que Sebastián rodeó mi cintura con sus brazos, me estremecí y temblé como una quinceañera. ¡Él era tan joven! Sus manos inexpertas casi me hicieron cosquillas y para mí, aquella experiencia nueva fue tan deliciosa, que caí rendida a sus pies irremediablemente.

Yo tengo la piel de aceituna, la risa fácil, un cuerpo voluptuoso y una voz vibrante y cálida. En mí llevo el poderío y el temple de la raza gitana. Por sus venas en cambio, corre sangre del Río de la Plata, una mezcla de ternura y algarabía, de convicciones e incertidumbres, de pelo largo, mate amargo  y rebeldías varias, entretejidas con una cierta nostalgia por esa tierra lejana que ya a estas alturas, apenas recuerda.
Me apellido Almansa, pero él, con su habitual dulzura, me bautizó Alma; la razón decía, era que jamás estaría tan unido a ninguna otra cosa, como lo estaba a mí, ni en este mundo, ni en el otro, y nunca me llamó por mi nombre de pila. Desde entonces me convertí en Alma, sin más, hasta tal punto que llegué a olvidar cualquier otro nombre que antaño reconociese como mío.

Con él pasé los años más felices de mi vida. Fue a  mi lado que aquel casi adolescente se hizo hombre. Resultó que yo era una buena maestra y él, todo hay que decirlo, un alumno aventajado.  Compartimos noches en la cama y tardes de domingo en el sofá, acurrucada yo en su falda. Me presentó a sus amigos y ellos pasaron a formar parte de mi vida también. Agotamos noches enteras pobladas de cafés y cigarrillos de tabaco armado. Hicimos botellón, tertulias filosóficas y tuvimos que correr entre gritos de angustia y desafío en alguna manifestación anti-taurina.

Él amaba la música.
Yo, había nacido para cantar. Mi existencia no tenía otra razón hasta que le conocí, y entonces, la razón de mi vida fue cantar para él, residir en el espacio que se abre entre sus brazos, y sin más, permanecer a su lado…
Fueron años de luchas y constantes reivindicaciones con más o menos acierto, indudable manifiesto de esa ley universal no escrita que rige a la juventud: la de alcanzar ideales y perfeccionar incansablemente el mundo. Años que me hicieron renacer devolviéndome de alguna forma a la vida salvaje, primigenia y antigua, aquella en la que mis ancestros veneraban la tierra, el aire, el fuego, y el agua.
La vida era magnífica en la frontera del aire que Sebastián respiraba…


Aquella mañana de Enero me desperté sobresaltada y con resaca. Habíamos estado de fiesta hasta la madrugada. Fuera estaba nevando. En el salón de la casa creí oír susurros, algunas risas, un nombre.  ¿Oscar tal vez?... un acento extranjero… La puerta de nuestra habitación permanecía entornada, y un haz de luz se colaba proveniente del pasillo. Había alguien en casa.
Me quedé inmóvil y en silencio, escuchando entre sorprendida e intrigada. Que yo supiera, no esperábamos a nadie.
Sin embargo, al otro lado de la puerta, se celebraba un encuentro.
Hubo palabras de júbilo y risitas contenidas, una voz policromada y sensual, caricias que arrancaron sonidos extraños, una especie de quejidos desconocidos hasta entonces para mí,  y alguna que otra lágrima de puro regocijo.

No había ninguna duda, él estaba con… ¿otro? 

La verdad se estampó contra mi pecho como una aplanadora y me cortó el aire. Como una fiera herida de muerte, permanecí agazapada y muda, haciéndole frente al miedo con la casta de mi estirpe… una adarga falsa, tras la que ocultarse mientras se desvanece la vida…
Y hubo mucho más durante aquellas horas de mutuo descubrimiento y secretas conquistas.  Hubo roces casi musicales y una alegría procaz que dio paso al desenfreno. Hubo fiesta en las manos y danzas de voces entrecortadas… un ritual iniciático a una experiencia nueva,  que yo, jamás podría darle.

Quise gritar, llorar, desangrarme en sollozos, pero las de mi raza no regalamos lágrimas a la traición, ni consentimos excusas para lamentaciones.
Mas lo peor, no fue el descubrimiento de la infamia, si no el oprobio de su postrera indiferencia.

Desde aquella mañana, su inseparable Alma se deshizo en la nada y se descubrió  invisible. Hubiera preferido su desprecio. Mi presencia era celebrada con silencios,  y a mis reproches mudos contestó con olvidos y reservas. Indolente y arisco apenas me miraba, ¡ya no volvió a tocarme! Me proclamó prescrita en sus espacios, huérfana de sus ganas, un recuerdo incómodo de algo que murió y del que no sabía cómo desembarazarse sin culpa.

Se le veía feliz. Estaba enamorado y entregado, como otrora conmigo. Sin embargo era aquel,  quien recibía ahora el obsequio de su mirada embelesada, el regalo del fuego  de sus dedos, pródigos en deliciosas caricias, abriendo llagas en su piel. Me consumí abrazada por los celos de pensar en sus manos, que ya no se acercaban a mis firmes caderas, festejando en su cuerpo el principio de una canción nueva, y haciéndolo vibrar entre acompasados temblores, mientras ejecutaban, juntos para siempre, la dulce melodía de aquel nuevo amor.

Me marchité despacio, día a día, tragándome el amargo jarabe de la indignidad, deseando que volviera alguna tarde a gozar, no ya de mis talentos, sino tan solo de mi compañía, pero no pudo ser. Ya nada podrá ser. Le he perdido para siempre…
La última vez que contemplé mi imagen en el espejo del armario aborrecí este cuerpo de mujer, no me reconocí, vieja y desaliñada, un cascajo en ruinas casi indecente, como una pordiosera abandonada.

Como si de un país ajeno se tratase, esos en el que se comercia con la vida sin escrúpulos, hoy me veo vendida en un anuncio del Segundamano. Recojo los pedazos de mi alma y me dejo llevar… me arrastran a otra casa, a otra cama quizás. Le miro de pasada al salir por la puerta, entregada y hundida.

No lo culpo  por  elegirlo a él. Al fin y al cabo yo… yo solo soy una guitarra española.
Y él… Él, un piano alemán con alcurnia. ¡Un Oscar Köhler, nada menos!


Publicado por primera vez en el Cuadernillo del II Café con Literatos: "174 años con Bécquer. Cuentos de amor y desamor" el 17 de Febrero de 2010. 

sábado, 30 de octubre de 2010

Una lanza a favor de los lunes

Ya que todos hemos declarado a los lunes “culpables” de nuestro estrés por la vuelta al trabajo, de nuestros propósitos incumplidos, de nuestra inoportuna desidia, incluso de la mala suerte que en ocasiones nos acecha, he querido realizar una pequeña investigación con la finalidad de proceder a su defensa, y sorpresivamente he descubierto que, en ocasiones, los lunes nos han traído consigo preciosas ofrendas.
Por ejemplo: era lunes el día en que nació el que es considerado el escritor español  más grande de todos los tiempos. ¿Tengo que nombrarlo? Miguel de Cervantes, por supuesto.
También nació en lunes el filósofo irlandés George Berkeley, allá por el año 1685. Y era igualmente el primer día de la semana cuando vinieron al mundo Blaise Pascal, matemático, físico, filósofo y teólogo francés, así como el reconocidísimo matemático y astrónomo alemán Johannes Kepler.
Un lunes, 1 de Octubre de 1962, los británicos Peter Benenson y Sean Bride fundaron "Amnistía Internacional". 
“Lunes de Aguas” se le llama a unas fiestas populares en Salamanca cuyas raíces se remontan al S XVI, y de las que un estudio pormenorizado nos develará una historia  fascinante,  cóctel en el que,  el recogimiento, el hastío y la represión religiosa, se mezclaron con tradiciones paganas de ocio, esparcimiento y diversión desenfrenada.
De igual modo se entremezclan la mística y las celebraciones mundanas en el “Lunes de Bailas”, día en el que acaban en Soria, las fiestas de San Juan, y en el que vecinos y visitantes se funden en un abrazo de música, danzas, juegos, agua y fuegos de artificio, bien aderezados con vino y risas.
 Lo reconozco, no ha sido fácil encontrar  entre tantos detractores de los lunes que pululan por la red, este buen puñado de argumentos, pero ahí están y creo que son suficientes para pedir, sin restricciones, su indulto.  Al fin y al cabo, ¿nos hemos parado a pensar que sería de nosotros sin los descubrimientos astrofísicos de Kepler, sin el idealismo subjetivo de Berkeley, sin los estudios sobre la probabilidad de Pascal, sin la lucha sin cuartel de Amnistía Internacional o… ¡Santo Dios! ¡¡¡sin “El Quijote de la Mancha”!!!?

Artículo publicado por primera vez en la sesión de antropología de "Léptica", revista on-line el 02 de Octubre de 2010.

viernes, 29 de octubre de 2010

La musa impasible

El frío atenazaba sus dedos. Cada tanto, tenía que dejar de tocar para calentarse las manos frotándoselas fuertemente y metiéndolas un rato en los bolsillos. Entonces, observaba el ir y venir de los viandantes que apenas reparaban en su presencia. Sucio, sin afeitar y con la melena grasienta, prefería no mirar el reflejo que le devolvía el escaparate de la calle de enfrente. Formaba parte de la escoria de aquella ciudad, de la escoria del mundo, de la raza humana y lo aceptaba sin más. Al fin y al cabo, en esta vida de contrastes tenía que haber de todo, y a él le había tocado desempeñar ese papel, un despojo más entre tantos despojos que dejaba a su paso la imponente metrópoli.


Sin embargo, con los dedos calientes y el violín recostado en su hombro, el mendigo, ejerciendo un extraño sortilegio, se convertía en mago... y el mundo todo se transformaba  a sus pies mientras el tiempo se estiraba perezoso y extasiado a su alrededor. Vestido de levita, con los zapatos lustrosos y una elegante coleta recogiéndole el cabello limpio y perfumado, ofrecía su concierto ante la gente maravillada, que sin poderlo evitar, ¡tal era el poder de su hechizo! ralentizaba sus pasos, se detenía deslumbrada y perpleja, incapaz de comprender por qué tanta belleza le era ofrecida gratuitamente, así sin más, de camino al trabajo. Un regalo de los dioses, sin duda.
Y era así que aquel Dios, con manos de músico y música en el alma, desgranaba su arte, generoso y espléndido, sin pedir nada a cambio.

Su vida transcurría, entre concierto y concierto, esperando a que la vieja iglesia hiciera sonar las once campanadas. Sus días y semanas, su tiempo y su existencia, se reducían al momento en que, de lunes a viernes, se acercaban las once. El resto de las horas, el resto de los días, permanecían vacíos, muertos, despoblados, porque solo a las once, y solo durante unos instantes, su vida, de repente, recobraba el sentido. Porque esa era la hora en que ella aparecía, abrazada a su libro, al final de la calle. Y entonces el mendigo esbozaba una sonrisa, la primera del día, que atesoraría hasta que ella volviera a aparecer trayendo consigo el alba. Sus ojos almendrados se llenaban de luz y en su afán de halagarla tocaba con tal brío que olvidaba el invierno, el hambre y la miseria.
¡Ella era tan hermosa!, no demasiado joven quizá, era difícil adivinar los años en ese rostro pálido y pecoso, los ojos un poco juntos, la nariz respingona, los labios regordetes y rosados,  ¡Dios, que linda era! Tenía la mirada perdida en la distancia. A veces murmuraba entre la multitud, intentando escapar de la vorágine de codos y piernas que se cernían sobre ella impidiéndole el paso.
Estaba enamorado, sin remedio ni enmienda, tal como se enamora la brisa de las garzas, perdido para siempre, entre la necesidad de verla y la vergüenza de ser visto, desnudo de fortuna, transido de soledad, custodiado tan solo por las musas, amantes invisibles,  y un girón de desesperada esperanza.

Su vida entera era, solo aquellos segundos, transcurridos desde que ella hacía su aparición en la parte alta de la calle. La veía bajar distraída, a veces agobiada por la gente. Se acercaba como en una danza, los pies ligeros la traían flotando sobre la acera, sin apenas rozar el suelo  al andar. Y pasaba sin más, ante sus ojos deslumbrados, dejando un suave rastro de aroma a sándalo que él era capaz de distinguir aún entre las más apretada multitud y con los ojos cerrados. Se alejaba calle abajo y con ella se iba el sol. Y entonces, sobre él se abalanzaban  nuevamente la muchedumbre, el ruido sofocante de la ciudad, el hambre y el frío…

Aquel sábado, mientras se sentaba a descansar sobre los cartones húmedos, cerrando sus ojos a la luz cegadora de una mañana gélida, preparándose para resistir dos largos días sin verla, aferrando su violín con las dos manos (ya se lo habían intentado robar un par de veces, creyéndole dormido), el aroma le llegó y supo… supo que ella vendría aunque hoy no la esperara, aunque era sábado, aunque no le tocase trabajar, o estudiar, o ir a donde quiera que fuese cada día…
Disfrutó de esa sensación unos segundos, inhaló su perfume con una  voluptuosidad desconocida hasta entonces, con un deseo urgente de mirarla, quizá de alargar su mano temblorosa y soñar que, al pasar, podía tocarla; y se puso de pie, muy lentamente, oteando entre las cabezas, esperando su aparición inesperada.
Y no se equivocaba, ¡no señor! Allí estaba otra vez, la roja cabellera, la boina blanca ladeada sobre sus largos rizos, el abrigo también blanco, el paso ligerito y apurado. Allí estaba  hoy también, inconsútil y alada, flotando ante sus ojos  nublados de alegría.
_Esto es una señal, no hay duda, _dibujó una sonrisa llena de cascabeles_  el cielo la ha traído por alguna razón. Tal vez, hoy me verá por fin… Si me mira, si tan solo me mira unos segundos, entonces sabré que hay algo en este universo anodino que merece la pena.
Tomó entre sus manos el violín, lo miró como quién contempla un pájaro muerto y lo acarició despacio con los dedos mugrosos. Su pequeño violín color caoba tenía cuerpo de mujer, ¡se parecía tanto a aquella Diosa que bajaba la calle! su tacto suave, su color, su perfume a madera, le hicieron sentir cosas que hacía tiempo ni siquiera soñaba. Casi se avergonzó, como si ella pudiera adivinarlo en la distancia.
Y aquella encarnada mariposa musical se quebró entre sus manos expertas, cobró vida transformada en mujer y de su éxtasis, surgió maravillosa la música como una perfección  sublime y prodigiosa. Nadie se resistió a tanta majestad. Algunos transeúntes cayeron de rodillas, hendido el corazón… la belleza hecha música, se había hecho presente en aquella ciudad de locos, el sábado a las once…
El músico tocó desplegando en el aire toda la tempestad de su tormento, desnudando su alma desmantelada, exhibiendo su devoción sin timidez ni sonrojo.
_No hay nada que perder, y ¡tanto en juego!
Nadie se resistió a la sublime ejecución. Todos cayeron, rendidos a sus pies, arrebatados los sentidos, sobrecogida el alma…
Todos, menos su musa, que pasó entre la gente, impasible y ausente como cada mañana, absorta, murmurando inteligibles palabras. Pasó de largo otra vez, sin volverse siquiera, sin reparar en el ritual de seducción, teñido de pasión y desconsuelo, que aquel desconocido, le había dedicado. Se perdió en la distancia ligera y distraída, dejándole transido de pena y desaliento.
Ciego y vencido permaneció de pie, bebiéndose el vacío que ella había dejado. Como en una quimera irreal, creyó oír a su alrededor, el murmullo olvidado de unos aplausos, que en esta ocasión tenían sabor a escarnio.  
Una mano amigable le devolvió a la vida. _Hijo, no deberías estar en esta calle. Tienes talento, ¿sabes?, me has emocionado. ¡Nos has emocionado a todos! Toma, son para ti _le tendió unos billetes_ come caliente esta noche y no duermas a la intemperie.

Lunes. Once de la mañana. Hace un frío brutal. Hay ruido de bocinas y gritos de vendedores ambulantes. Él los oye a lo lejos. Tirita. Tiene fiebre, y una tos que le arranca los pulmones del pecho. El domingo fue cruel, demasiados grados bajo cero. Hace ya unas horas que el dolor de los dedos se ha ido, o quizás camuflado. Sus ojos afiebrados parecen inyectados en sangre, no deja de temblar, los labios agrietados y cárdenos…  y esa punzada infernal en las sienes…  pero nada le importa. Él aguarda impaciente. Porque hoy es su día, hoy ella lo verá, por fin, y será hermoso contemplar su sorpresa.
En los cartones húmedos y deshechos,  un ramo de rosas amarillas descansando a su lado. No ha comido es verdad, desde hace… ¡qué más da! Hoy ella lo verá… Y ha dormido a la intemperie otra vez, pero una emoción tibia  lo ha arropado,  y ahora, tiene entre sus manos el ramo más hermoso que jamás habría soñado poder comprarle. En él ha gastado todos los billetes de aquel señor tan amable. Le daría hoy su ramo y entonces, ella no podría negarse a mirarlo.
Nervioso e impaciente, se alisa unos mechones y se limpia sin éxito,  con los puños, la cara.
Una, dos campanadas, estaría al llegar, aparecería a lo lejos de un momento a otro. Cinco, seis campanadas, no podía evitar contarlas; nueve, diez, y el corazón se le salía del pecho.
_¡Allí está!, no me puedo creer lo hermosa que viene hoy, se ha cambiado la boina, trae un gorro amarillo, ¡a juego con las rosas!
Se levanta tambaleándose. La fiebre le atormenta. Se le nubla la vista pero se esfuerza en no dejar de mirarla ni un instante. No puede darse el lujo de perderla. Su inspiradora Aedea*.
Ella se acerca como siempre, risueña y apacible. Tiene una luz verdosa en esos ojos pícaros… y llega canturreando despreocupadamente…
Queda el violín abandonado en un rincón de la calle y él se planta en medio de la acera, esperando. Todo transcurre lento, como cada mañana, pero esta vez, él tiene una canción golpeándole en el pecho y el corazón henchido de alegría.
Ella apenas le mira. Él extiende su brazo ofreciéndole el ramo. Pero ella no repara en aquel príncipe vestido de mendigo y continúa andando. Ya casi ha pasado por su lado. El príncipe se estira y la roza con su mano. Ella se vuelve, un tanto sorprendida.
_Son para ti_ intenta susurrar, pero la fiebre convierte sus palabras en un murmullo incoherente y bronco.
_ ¡No te vayas! ¡Espera! Son un regalo… _ en la desesperación quiere correr, como en un sueño, pero sus piernas no responden. Es una pesadilla.
La princesa se asusta. Aquel borracho horrible ha intentando tocarla. Sus uñas renegridas le dan asco. Las manos amoratadas, enfundadas en unos guantes sin dedos… Y esos ojos de loco…
Corre presa del miedo hacia la carretera. Huye del espantajo que la sigue.  Y él la ve, cruzando a la carrera. El grito en su garganta se le hiela… _ ¡Cuidadooo!
Chirrían los frenos en sus oídos…
La gente grita y se precipita hacia la calle. Ha empezado a nevar.

De rodillas cae el violinista callejero. Las rosas esparcidas por la acera, pisoteadas.
Un aullido demencial de fiera moribunda se extiende por las calles, hace vibrar cristales, se arrastra en las cornisas y se alza hacia el cielo.
Antes de que la muchedumbre le cierre el escenario con su telón de piernas y maletines, la ve durante un segundo, tendida en el asfalto, desmadejado su cuerpecito flaco, el rostro pecoso vuelto hacia él, los ojos, sinople y oro, que parecen mirarlo un momento,  mientras  el ocaso se instala  inexorablemente en sus pupilas. La gorra amarilla, esa que hacía juego con las rosas, yace  a un lado de la pequeña cabeza. La contempla tiñéndose de rojo, el color del espanto… Y entre los rizos largos, ¡esos amados rizos con los que ha soñado tantas veces! distingue un cordel blanco, el cable de un aparato de esos con los que los paseantes escuchan música…
… Y lo comprende todo.



 


*En la mitología griega Aedea o Aede es la tercera y última de las tres musas originales, junto con sus hermanas Mnemea (memoria) y Meletea (meditación). Es la musa de la ejecución de la obra artística, ya que es la que se encarga de leer, recitar, tocar (instrumentos) o cantar lo que su hermana Mneme ha escrito. Representa el momento en que una obra de arte es ejecutada.

Relato publicado por primera vez en Febrero de 2010 en la página oficial de Un café con Literatos, de Raquel Viejobueno