sábado, 18 de octubre de 2014

La maestra



La maestra se agachó a su lado y le levantó la carita para mirarle a los ojos. Sacó su pañuelo del bolsillo y con suma ternura le enjugó las lágrimas aprovechando para limpiarle los chorretes de las mejillas. Lo tomó de la mano y se fueron juntos hacia la enfermería…

Los sollozos de Pablo se fueron calmando a medida que la voz de ella, puro terciopelo, rozaba su alma. Finalmente, sentado sobre una mesa, las piernas colgando y una cómica expresión de susto, se dejó limpiar y curar la herida. Mientras lo hacía, ella hablaba del recreo, de los juegos de pelota y de la próxima excursión al puerto, solo para distraerle. Él la miraba embelesado y de vez en cuando dejaba escapar un suspiro, vestigio del llanto que ya había cesado.

_Maestra…

_ ¿Qué, cielo…?

_Me gustaría irme a vivir contigo.

_Sería estupendo Pablo _respondió ahogando el nudo que amenazaba con deshacerse en lágrimas_ pero… tus padres te extrañarían, ¿no crees?

Él no respondió. Fijó la vista en sus zapatos y se distrajo mirando cómo se balanceaban en el aire…

Ella terminó de vendarle la herida, guardó el agua oxigenada, las tijeras y las gasas, y extendió sus brazos para ayudarle a bajar de la mesa. Sostuvo su cuerpecito delgado en el aire unos segundos y lo dejó con suavidad en el suelo. Después buscó en su bolsillo un caramelo masticable y se lo tendió sonriendo.

Pablo miró el bolsillo extasiado. Siempre le había parecido que la maestra tenía algo de “maga”. En aquel bolsillo encontraba todo lo que necesitaba en el momento preciso: si iba a escribir en la pizarra, encontraba una tiza; si una nota a los padres, un bolígrafo rojo; si alguien tenía la nariz sucia, el pañuelito blanco con sus iniciales, y si alguien perdía la goma, aparecía una de repuesto… Ahora, que él estaba triste y dolorido, salía uno de sus caramelos favoritos…

Si… sin duda, tenía que ser magia.


Justo antes de atravesar la puerta en pos de sus amigos se volvió corriendo, aferró su bata blanca con las dos manos chiquitas y la obligó a agacharse nuevamente. Sin darle tiempo a reaccionar le tiró los brazos al cuello.

El abrazo duró un par de segundos, los suficientes para que las lágrimas se escaparan caprichosas de aquellos ojos color de miel.

Y mientras él corría ya olvidado de sus heridas, hacia el patio del recreo, la maestra se miró en reflejo de la ventana y recordó las razones que un día la habían empujado hasta allí. Y se dijo a sí misma: 
 _Sí, ha sido una decisión acertada. La mejor de mi vida.