lunes, 4 de octubre de 2010

Jueces


El mundo está plagado de jueces sin toga que continuamente se toman la libertad o la desvergüenza de condenar a diestra y siniestra sin reparar en gastos ni en medidas.
Innumerables “ministros de sus propias verdades” que defienden o acusan, absuelven o incriminan con la facilidad y la insana alegría que les permite su propia ignorancia.
Es así que hoy en día ninguno nos libramos de ser enjuiciados, sentenciados y quemados en la hoguera del despropósito y la vergüenza.

Y lo más triste es que no reparamos en que todos nosotros nos transformamos, en algún momento, en uno de ellos.
Somos, sin darnos cuenta, “poseídos” por uno de esos monstruos y nos convertimos en “señaladores implacables de los errores ajenos”. Es entonces cuando ciegos y sordos, nos tomamos la libertad y el derecho de reprender, apostillar, opinar, criticar, defender o inclusive emitir nuestros propios veredictos en patrocinio de unos conceptos que también obtuvimos, en la mayoría de los casos, de forma inconsciente o banal o fortuita.

Porque siempre resultará más fácil mirar hacia la acera de enfrente, hacia el vecino insolidario, hacia el amigo o el enemigo, hacia los padres severos, los hijos inadaptados, los hombres en general, o las mujeres en particular, hacia los maestros sin vocación o sin consuelo, los periodistas sin moral o los políticos sin decoro, que pararnos a observar nuestras propias miserias interiores.

Reclamamos piedad para nuestros defectos y errores, mas adjudicamos sentencias condenatorias a diestro y siniestro sin previa reflexión y sin ningún miramiento.
En nuestra inmensa mezquindad creemos lícito disculpar nuestra pobreza de espíritu pero nos resulta imposible no señalar las pequeñas vanidades ajenas.
Tal como dijo un gran Hombre hace más de dos mil años... “la paja en el ojo ajeno”.
¡Qué fácil ser espejo y reflejar la impureza del otro y qué difícil mirarnos en su espejo y descubrir nuestra propia e ilimitada monstruosidad!

“El mundo está como está por culpa de las certezas” nos recuerda una canción para muchos desconocida, y es que la peor certeza de todas es, la que nos convence sin titubeos ni escrúpulos, de nuestra propia santidad y nos otorga por consiguiente la “terrible y pragmática misión” de desvelar las maldades ajenas. Así nos va.


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