La mentira
es una forma de suicidio. Una línea curva que se inventan los cretinos para que
el rodeo les proporcione un poco de tiempo en el que rehuir su propia mirada en
el espejo.
Es la vanagloria
de la cobardía y el miedo de uno mismo. Una flaqueza oblonga disfrazada de soberbia.
La mentira lacera
al estafado, pero hiere de muerte al embustero. Le rebaja al más vil de los
escarnios a la más brutal de las vergüenzas: la propia indignidad.
La mentira
es una forma de violencia. La inmolación implícita de una grandeza innata que
el mentiroso lapida en alas de lo efímero.
Extravío de
lo auténtico en el que naufragan las buenas intenciones. Dulce agonía donde se
pierde todo con conocimiento de causa y de consecuencias.
Un crimen perpetrado
contra la honestidad, excusado en la inmediatez de un regocijo, que más pronto
que tarde mutará en sufrimiento.
Es la puerta de entrada al laberinto que no
tiene salida.
La mentira
es una táctica de huída. Y el mentiroso pues, un timorato.
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