sábado, 22 de marzo de 2014

Bruno

Dedicado a mi amiga Allison, que rescató a Bruno contra toda necedad o 

despropósito, sin importar si en aquel acto generoso, arriesgaba 

su propio interés.


Doce de la mañana. Me dirijo al trabajo con pasos apurados. El sol entibia las calles. La gente camina despreocupada, inmersa en sus quehaceres y sus pensamientos.

Al girar en una esquina me lo encuentro de golpe. Parece un saco informe de huesos, y cuero ensangrentado. No es posible pensar en un ser vivo, salvo porque se mueve y gime quedamente. Me agacho con cuidado y me mira a los ojos. Está muerto de miedo, de hambre, de cansancio. Su estado de abandono es espantoso, la sarna y el recelo lo devoran en vida. Casi no tiene orejas. El instinto de supervivencia, apenas aferrado a sus carnes marchitas le lleva a roer una piedra. Es uno de los muchos perros desamparados que esconde mi ciudad por todos los rincones. La gente indiferente nos esquiva entre muestras de desagrado por el inconveniente de tener que rodearnos. Parece ser que ocupamos un espacio precioso en la agrietada acera.

Su mirada suplica: “No me dejes morir”… “no me abandones ahora que ya me has conocido”.

Durante unos instantes recuerdo mi responsabilidad, los pacientes, la sala de espera atiborrada de mujeres encinta… Pero al momento, automáticamente, tal como me enseñaron, decido aplicar la regla de oro de mi profesión: priorizar, lo urgente antes que lo importante.

Aviso que no iré a trabajar esa mañana al hospital. Preguntan la razón. Fiel a mí misma les digo la verdad.

Lo rescato de su inminente muerte y él, en agradecimiento, decide sobrevivir.



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Al día siguiente me espera temprano mi superior en su oficina. Miradas censuradoras se me clavan en la espalda mientras abro la puerta de su despacho. Frustrados compañeros de trabajo que ayer, por mi ausencia, trabajaron más de la cuenta. O no, cualquiera sabe. Posiblemente mi ausencia la pagaron las pacientes del hospital.



Hay una discusión en la que no encontramos ni un solo punto en común. Me pone una falta grave y una advertencia.

_Me hubiera bastado con que dijeras que no te encontrabas bien, y nada habría pasado. Pero faltar por un perro, como comprenderás, es algo inadmisible.

_ ¿Está Ud. sugiriendo que habría preferido que le mienta? _ pregunto incrédula, recalcando las palabras.

_ Es obvio _me contesta _cualquiera menos tú se daría cuenta.

_No es obvio para mí _respondo incrédula._ Pensaba que la honestidad tendría algún valor Soy enfermera porque amo la vida. Y no solo la humana. Toda la vida.

Me retiré del despacho sintiéndome a medio camino entre la frustración y la victoria. A mi edad no he aprendido a mentir todavía, y así me va…

La falta grave mancha ahora mi expediente bloqueando cualquier posibilidad de ascenso o promoción laboral y el orgullo que siento cada vez que pienso en ella me hace fuerte.

Por cierto, mientras escribo, Bruno, un bello, enorme y feliz dogo blanco dormita y suspira tumbado a mis pies, hecho un ovillo. Mientras lo observo respirar me digo a mí misma que volvería a hacerlo, no solo una, sino mil veces más si hiciera falta.

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