lunes, 1 de noviembre de 2010

Alma

La primera vez que Sebastián rodeó mi cintura con sus brazos, me estremecí y temblé como una quinceañera. ¡Él era tan joven! Sus manos inexpertas casi me hicieron cosquillas y para mí, aquella experiencia nueva fue tan deliciosa, que caí rendida a sus pies irremediablemente.

Yo tengo la piel de aceituna, la risa fácil, un cuerpo voluptuoso y una voz vibrante y cálida. En mí llevo el poderío y el temple de la raza gitana. Por sus venas en cambio, corre sangre del Río de la Plata, una mezcla de ternura y algarabía, de convicciones e incertidumbres, de pelo largo, mate amargo  y rebeldías varias, entretejidas con una cierta nostalgia por esa tierra lejana que ya a estas alturas, apenas recuerda.
Me apellido Almansa, pero él, con su habitual dulzura, me bautizó Alma; la razón decía, era que jamás estaría tan unido a ninguna otra cosa, como lo estaba a mí, ni en este mundo, ni en el otro, y nunca me llamó por mi nombre de pila. Desde entonces me convertí en Alma, sin más, hasta tal punto que llegué a olvidar cualquier otro nombre que antaño reconociese como mío.

Con él pasé los años más felices de mi vida. Fue a  mi lado que aquel casi adolescente se hizo hombre. Resultó que yo era una buena maestra y él, todo hay que decirlo, un alumno aventajado.  Compartimos noches en la cama y tardes de domingo en el sofá, acurrucada yo en su falda. Me presentó a sus amigos y ellos pasaron a formar parte de mi vida también. Agotamos noches enteras pobladas de cafés y cigarrillos de tabaco armado. Hicimos botellón, tertulias filosóficas y tuvimos que correr entre gritos de angustia y desafío en alguna manifestación anti-taurina.

Él amaba la música.
Yo, había nacido para cantar. Mi existencia no tenía otra razón hasta que le conocí, y entonces, la razón de mi vida fue cantar para él, residir en el espacio que se abre entre sus brazos, y sin más, permanecer a su lado…
Fueron años de luchas y constantes reivindicaciones con más o menos acierto, indudable manifiesto de esa ley universal no escrita que rige a la juventud: la de alcanzar ideales y perfeccionar incansablemente el mundo. Años que me hicieron renacer devolviéndome de alguna forma a la vida salvaje, primigenia y antigua, aquella en la que mis ancestros veneraban la tierra, el aire, el fuego, y el agua.
La vida era magnífica en la frontera del aire que Sebastián respiraba…


Aquella mañana de Enero me desperté sobresaltada y con resaca. Habíamos estado de fiesta hasta la madrugada. Fuera estaba nevando. En el salón de la casa creí oír susurros, algunas risas, un nombre.  ¿Oscar tal vez?... un acento extranjero… La puerta de nuestra habitación permanecía entornada, y un haz de luz se colaba proveniente del pasillo. Había alguien en casa.
Me quedé inmóvil y en silencio, escuchando entre sorprendida e intrigada. Que yo supiera, no esperábamos a nadie.
Sin embargo, al otro lado de la puerta, se celebraba un encuentro.
Hubo palabras de júbilo y risitas contenidas, una voz policromada y sensual, caricias que arrancaron sonidos extraños, una especie de quejidos desconocidos hasta entonces para mí,  y alguna que otra lágrima de puro regocijo.

No había ninguna duda, él estaba con… ¿otro? 

La verdad se estampó contra mi pecho como una aplanadora y me cortó el aire. Como una fiera herida de muerte, permanecí agazapada y muda, haciéndole frente al miedo con la casta de mi estirpe… una adarga falsa, tras la que ocultarse mientras se desvanece la vida…
Y hubo mucho más durante aquellas horas de mutuo descubrimiento y secretas conquistas.  Hubo roces casi musicales y una alegría procaz que dio paso al desenfreno. Hubo fiesta en las manos y danzas de voces entrecortadas… un ritual iniciático a una experiencia nueva,  que yo, jamás podría darle.

Quise gritar, llorar, desangrarme en sollozos, pero las de mi raza no regalamos lágrimas a la traición, ni consentimos excusas para lamentaciones.
Mas lo peor, no fue el descubrimiento de la infamia, si no el oprobio de su postrera indiferencia.

Desde aquella mañana, su inseparable Alma se deshizo en la nada y se descubrió  invisible. Hubiera preferido su desprecio. Mi presencia era celebrada con silencios,  y a mis reproches mudos contestó con olvidos y reservas. Indolente y arisco apenas me miraba, ¡ya no volvió a tocarme! Me proclamó prescrita en sus espacios, huérfana de sus ganas, un recuerdo incómodo de algo que murió y del que no sabía cómo desembarazarse sin culpa.

Se le veía feliz. Estaba enamorado y entregado, como otrora conmigo. Sin embargo era aquel,  quien recibía ahora el obsequio de su mirada embelesada, el regalo del fuego  de sus dedos, pródigos en deliciosas caricias, abriendo llagas en su piel. Me consumí abrazada por los celos de pensar en sus manos, que ya no se acercaban a mis firmes caderas, festejando en su cuerpo el principio de una canción nueva, y haciéndolo vibrar entre acompasados temblores, mientras ejecutaban, juntos para siempre, la dulce melodía de aquel nuevo amor.

Me marchité despacio, día a día, tragándome el amargo jarabe de la indignidad, deseando que volviera alguna tarde a gozar, no ya de mis talentos, sino tan solo de mi compañía, pero no pudo ser. Ya nada podrá ser. Le he perdido para siempre…
La última vez que contemplé mi imagen en el espejo del armario aborrecí este cuerpo de mujer, no me reconocí, vieja y desaliñada, un cascajo en ruinas casi indecente, como una pordiosera abandonada.

Como si de un país ajeno se tratase, esos en el que se comercia con la vida sin escrúpulos, hoy me veo vendida en un anuncio del Segundamano. Recojo los pedazos de mi alma y me dejo llevar… me arrastran a otra casa, a otra cama quizás. Le miro de pasada al salir por la puerta, entregada y hundida.

No lo culpo  por  elegirlo a él. Al fin y al cabo yo… yo solo soy una guitarra española.
Y él… Él, un piano alemán con alcurnia. ¡Un Oscar Köhler, nada menos!


Publicado por primera vez en el Cuadernillo del II Café con Literatos: "174 años con Bécquer. Cuentos de amor y desamor" el 17 de Febrero de 2010. 

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