sábado, 17 de diciembre de 2011

La conjura de los calvos

Su pelo  había sido siempre su seña de identidad, unos rizos perfectos el mejor estilo “Pantene” que cuidaba con esmero casi obsesivo.
Cuando cumplió los veinticinco y supo que la genética no le había perdonado, y que más pronto que tarde se quedaría calvo como su padre, decidió no sufrir el tormento de una pérdida paulatina y, no sin cierta amargura, se rapó al cero.
Al principio le costaba salir a la calle sin gorra, y el frío de Diciembre le parecía más inclemente que ningún otro año, pero poco a poco se fue acostumbrando y con el correr de los días dejó de evitar los espejos y presumido, volvió a mirarse de reojo en los escaparates.
Lo más increíble es que en cuanto él dejó de sentirse ridículo las chicas empezaron a descubrirle un insospechado “lado sexy”. Se dieron cuenta de que tenía unos ojos preciosos, una boca carnosa y la sonrisa más cautivadora de todos sus amigos, por no hablar de su culito prieto y respingón.

El éxito fue tan rotundo que en unas cuantas semanas la “panda de envidiosos” de sus colegas siguió sus pasos con la esperanza de que el nuevo look les ayudase a echar algún polvo.
Todos menos Andrés, que sigue aferrado a su trasnochada melena a lo “Richard Clayderman” y los llama con acritud: “el club de los pelados”, pero no se come un rosco el cabrón.



Este relato fue escrito para la revista "Léptica" y publicado en su número "Los pelos" de Agosto de 2011.-

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