miércoles, 9 de febrero de 2011

Ailurofobia


Siempre he relacionado a los gatos con la noche, con el sueño, con ese mundo difuso y gris que se abre ante nosotros justo un instante antes de caer profundamente dormidos, el mundo de los espectros, el umbral de la muerte…
Será por eso que me dan miedo, e intuyo que ellos lo saben, y por ende, no les gusto. La desconfianza es mutua.
Quizás sea esa forma de estirarse, con la excesiva indiferencia de quien se sabe dueño y señor de la casa, o tal vez sus ojos luminosos, perspicaces, conspiradores, los que me producen esta mezcla de rechazo y temor enfermizo. Una inquietud espeluznante que no puedo evitar.
Me pregunto a menudo si no será mi propia imperfección la que repudia secretamente su majestuosa belleza.
Confieso que en todas las pesadillas de mi niñez aparecía un gato amenazante, receloso, perturbablemente cautivador… cuando no eran muchos, ¡toda una manada! y entonces, la pesadilla se volvía infierno, y ni siquiera despertando lograba deshacerme de las hilachas de un  terror demencial hasta las lágrimas.
Sé que hay algo irracional en esta fobia que es, al mismo tiempo, una contradicción, porque debo admitir que admiro enormemente su elegancia, su sagacidad, su mentada independencia, sus andares silenciosos y esa misteriosa forma de observar la realidad en la distancia, como desde un estrado superior desde el que nos juzgan inclementes.
Son, sin lugar a dudas, seres extraordinarios, fascinantes. Hay un misticismo oscuro en su forma de moverse, de observarnos. Estoy segura de que pueden leernos  el  pensamiento. Por eso evito mirarles a los ojos. Tengo miedo de que descubran que, en mi cabeza, cuando pienso en la muerte, siempre me veo tendida, abandonada, sucia de barro y sangre. Y rodeada de gatos.

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