Tirábamos los dados... Si salía un número par tocaba postre doble y cepillar al perro. Los impares nos otorgaban el derecho de ir al parque, previo pago de un impuesto de habitaciones limpias.
Dos unos consecutivos, nos agraciaban con una carrera a la pata coja por el pasillo y una onza de chocolate después de la merienda. Dos seis, establecían una tasa especial: ayudar con la comida y recoger la mesa, con la particularidad de que si al acabar, barríamos la cocina, podríamos ir al lago en bicicleta a la hora de la siesta.
El cinco permitía disfrazarse con ropas de mamá y hacer ensalada de frutas. El cuatro, jugar a la escondida si antes, doblábamos la ropa limpia.
La vida, jugando sin cesar rozaba la aventura. Ninguno conocía la sorpresa que el día deparaba. Era estupendo tomar parte de andanzas y correrías por todos los rincones. No importaba tener que recoger las hojas secas del patio sabiendo que la paga sería una rayuela o una función de títeres al atardecer. El mundo sonreía… y hasta los días de lluvia podían transformarse en picnics en la alfombra del salón o fábrica de galletitas de canela.
Una mañana mamá hizo las maletas. Llorando salimos por la puerta. Yo, sin entender nada.
Al tiempo lo pude comprender: una mala partida.
Papá se la jugó a los dados. Y la perdió.
Había sacado un tres… un número malísimo.
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