sábado, 30 de octubre de 2010

Una lanza a favor de los lunes

Ya que todos hemos declarado a los lunes “culpables” de nuestro estrés por la vuelta al trabajo, de nuestros propósitos incumplidos, de nuestra inoportuna desidia, incluso de la mala suerte que en ocasiones nos acecha, he querido realizar una pequeña investigación con la finalidad de proceder a su defensa, y sorpresivamente he descubierto que, en ocasiones, los lunes nos han traído consigo preciosas ofrendas.
Por ejemplo: era lunes el día en que nació el que es considerado el escritor español  más grande de todos los tiempos. ¿Tengo que nombrarlo? Miguel de Cervantes, por supuesto.
También nació en lunes el filósofo irlandés George Berkeley, allá por el año 1685. Y era igualmente el primer día de la semana cuando vinieron al mundo Blaise Pascal, matemático, físico, filósofo y teólogo francés, así como el reconocidísimo matemático y astrónomo alemán Johannes Kepler.
Un lunes, 1 de Octubre de 1962, los británicos Peter Benenson y Sean Bride fundaron "Amnistía Internacional". 
“Lunes de Aguas” se le llama a unas fiestas populares en Salamanca cuyas raíces se remontan al S XVI, y de las que un estudio pormenorizado nos develará una historia  fascinante,  cóctel en el que,  el recogimiento, el hastío y la represión religiosa, se mezclaron con tradiciones paganas de ocio, esparcimiento y diversión desenfrenada.
De igual modo se entremezclan la mística y las celebraciones mundanas en el “Lunes de Bailas”, día en el que acaban en Soria, las fiestas de San Juan, y en el que vecinos y visitantes se funden en un abrazo de música, danzas, juegos, agua y fuegos de artificio, bien aderezados con vino y risas.
 Lo reconozco, no ha sido fácil encontrar  entre tantos detractores de los lunes que pululan por la red, este buen puñado de argumentos, pero ahí están y creo que son suficientes para pedir, sin restricciones, su indulto.  Al fin y al cabo, ¿nos hemos parado a pensar que sería de nosotros sin los descubrimientos astrofísicos de Kepler, sin el idealismo subjetivo de Berkeley, sin los estudios sobre la probabilidad de Pascal, sin la lucha sin cuartel de Amnistía Internacional o… ¡Santo Dios! ¡¡¡sin “El Quijote de la Mancha”!!!?

Artículo publicado por primera vez en la sesión de antropología de "Léptica", revista on-line el 02 de Octubre de 2010.

viernes, 29 de octubre de 2010

La musa impasible

El frío atenazaba sus dedos. Cada tanto, tenía que dejar de tocar para calentarse las manos frotándoselas fuertemente y metiéndolas un rato en los bolsillos. Entonces, observaba el ir y venir de los viandantes que apenas reparaban en su presencia. Sucio, sin afeitar y con la melena grasienta, prefería no mirar el reflejo que le devolvía el escaparate de la calle de enfrente. Formaba parte de la escoria de aquella ciudad, de la escoria del mundo, de la raza humana y lo aceptaba sin más. Al fin y al cabo, en esta vida de contrastes tenía que haber de todo, y a él le había tocado desempeñar ese papel, un despojo más entre tantos despojos que dejaba a su paso la imponente metrópoli.


Sin embargo, con los dedos calientes y el violín recostado en su hombro, el mendigo, ejerciendo un extraño sortilegio, se convertía en mago... y el mundo todo se transformaba  a sus pies mientras el tiempo se estiraba perezoso y extasiado a su alrededor. Vestido de levita, con los zapatos lustrosos y una elegante coleta recogiéndole el cabello limpio y perfumado, ofrecía su concierto ante la gente maravillada, que sin poderlo evitar, ¡tal era el poder de su hechizo! ralentizaba sus pasos, se detenía deslumbrada y perpleja, incapaz de comprender por qué tanta belleza le era ofrecida gratuitamente, así sin más, de camino al trabajo. Un regalo de los dioses, sin duda.
Y era así que aquel Dios, con manos de músico y música en el alma, desgranaba su arte, generoso y espléndido, sin pedir nada a cambio.

Su vida transcurría, entre concierto y concierto, esperando a que la vieja iglesia hiciera sonar las once campanadas. Sus días y semanas, su tiempo y su existencia, se reducían al momento en que, de lunes a viernes, se acercaban las once. El resto de las horas, el resto de los días, permanecían vacíos, muertos, despoblados, porque solo a las once, y solo durante unos instantes, su vida, de repente, recobraba el sentido. Porque esa era la hora en que ella aparecía, abrazada a su libro, al final de la calle. Y entonces el mendigo esbozaba una sonrisa, la primera del día, que atesoraría hasta que ella volviera a aparecer trayendo consigo el alba. Sus ojos almendrados se llenaban de luz y en su afán de halagarla tocaba con tal brío que olvidaba el invierno, el hambre y la miseria.
¡Ella era tan hermosa!, no demasiado joven quizá, era difícil adivinar los años en ese rostro pálido y pecoso, los ojos un poco juntos, la nariz respingona, los labios regordetes y rosados,  ¡Dios, que linda era! Tenía la mirada perdida en la distancia. A veces murmuraba entre la multitud, intentando escapar de la vorágine de codos y piernas que se cernían sobre ella impidiéndole el paso.
Estaba enamorado, sin remedio ni enmienda, tal como se enamora la brisa de las garzas, perdido para siempre, entre la necesidad de verla y la vergüenza de ser visto, desnudo de fortuna, transido de soledad, custodiado tan solo por las musas, amantes invisibles,  y un girón de desesperada esperanza.

Su vida entera era, solo aquellos segundos, transcurridos desde que ella hacía su aparición en la parte alta de la calle. La veía bajar distraída, a veces agobiada por la gente. Se acercaba como en una danza, los pies ligeros la traían flotando sobre la acera, sin apenas rozar el suelo  al andar. Y pasaba sin más, ante sus ojos deslumbrados, dejando un suave rastro de aroma a sándalo que él era capaz de distinguir aún entre las más apretada multitud y con los ojos cerrados. Se alejaba calle abajo y con ella se iba el sol. Y entonces, sobre él se abalanzaban  nuevamente la muchedumbre, el ruido sofocante de la ciudad, el hambre y el frío…

Aquel sábado, mientras se sentaba a descansar sobre los cartones húmedos, cerrando sus ojos a la luz cegadora de una mañana gélida, preparándose para resistir dos largos días sin verla, aferrando su violín con las dos manos (ya se lo habían intentado robar un par de veces, creyéndole dormido), el aroma le llegó y supo… supo que ella vendría aunque hoy no la esperara, aunque era sábado, aunque no le tocase trabajar, o estudiar, o ir a donde quiera que fuese cada día…
Disfrutó de esa sensación unos segundos, inhaló su perfume con una  voluptuosidad desconocida hasta entonces, con un deseo urgente de mirarla, quizá de alargar su mano temblorosa y soñar que, al pasar, podía tocarla; y se puso de pie, muy lentamente, oteando entre las cabezas, esperando su aparición inesperada.
Y no se equivocaba, ¡no señor! Allí estaba otra vez, la roja cabellera, la boina blanca ladeada sobre sus largos rizos, el abrigo también blanco, el paso ligerito y apurado. Allí estaba  hoy también, inconsútil y alada, flotando ante sus ojos  nublados de alegría.
_Esto es una señal, no hay duda, _dibujó una sonrisa llena de cascabeles_  el cielo la ha traído por alguna razón. Tal vez, hoy me verá por fin… Si me mira, si tan solo me mira unos segundos, entonces sabré que hay algo en este universo anodino que merece la pena.
Tomó entre sus manos el violín, lo miró como quién contempla un pájaro muerto y lo acarició despacio con los dedos mugrosos. Su pequeño violín color caoba tenía cuerpo de mujer, ¡se parecía tanto a aquella Diosa que bajaba la calle! su tacto suave, su color, su perfume a madera, le hicieron sentir cosas que hacía tiempo ni siquiera soñaba. Casi se avergonzó, como si ella pudiera adivinarlo en la distancia.
Y aquella encarnada mariposa musical se quebró entre sus manos expertas, cobró vida transformada en mujer y de su éxtasis, surgió maravillosa la música como una perfección  sublime y prodigiosa. Nadie se resistió a tanta majestad. Algunos transeúntes cayeron de rodillas, hendido el corazón… la belleza hecha música, se había hecho presente en aquella ciudad de locos, el sábado a las once…
El músico tocó desplegando en el aire toda la tempestad de su tormento, desnudando su alma desmantelada, exhibiendo su devoción sin timidez ni sonrojo.
_No hay nada que perder, y ¡tanto en juego!
Nadie se resistió a la sublime ejecución. Todos cayeron, rendidos a sus pies, arrebatados los sentidos, sobrecogida el alma…
Todos, menos su musa, que pasó entre la gente, impasible y ausente como cada mañana, absorta, murmurando inteligibles palabras. Pasó de largo otra vez, sin volverse siquiera, sin reparar en el ritual de seducción, teñido de pasión y desconsuelo, que aquel desconocido, le había dedicado. Se perdió en la distancia ligera y distraída, dejándole transido de pena y desaliento.
Ciego y vencido permaneció de pie, bebiéndose el vacío que ella había dejado. Como en una quimera irreal, creyó oír a su alrededor, el murmullo olvidado de unos aplausos, que en esta ocasión tenían sabor a escarnio.  
Una mano amigable le devolvió a la vida. _Hijo, no deberías estar en esta calle. Tienes talento, ¿sabes?, me has emocionado. ¡Nos has emocionado a todos! Toma, son para ti _le tendió unos billetes_ come caliente esta noche y no duermas a la intemperie.

Lunes. Once de la mañana. Hace un frío brutal. Hay ruido de bocinas y gritos de vendedores ambulantes. Él los oye a lo lejos. Tirita. Tiene fiebre, y una tos que le arranca los pulmones del pecho. El domingo fue cruel, demasiados grados bajo cero. Hace ya unas horas que el dolor de los dedos se ha ido, o quizás camuflado. Sus ojos afiebrados parecen inyectados en sangre, no deja de temblar, los labios agrietados y cárdenos…  y esa punzada infernal en las sienes…  pero nada le importa. Él aguarda impaciente. Porque hoy es su día, hoy ella lo verá, por fin, y será hermoso contemplar su sorpresa.
En los cartones húmedos y deshechos,  un ramo de rosas amarillas descansando a su lado. No ha comido es verdad, desde hace… ¡qué más da! Hoy ella lo verá… Y ha dormido a la intemperie otra vez, pero una emoción tibia  lo ha arropado,  y ahora, tiene entre sus manos el ramo más hermoso que jamás habría soñado poder comprarle. En él ha gastado todos los billetes de aquel señor tan amable. Le daría hoy su ramo y entonces, ella no podría negarse a mirarlo.
Nervioso e impaciente, se alisa unos mechones y se limpia sin éxito,  con los puños, la cara.
Una, dos campanadas, estaría al llegar, aparecería a lo lejos de un momento a otro. Cinco, seis campanadas, no podía evitar contarlas; nueve, diez, y el corazón se le salía del pecho.
_¡Allí está!, no me puedo creer lo hermosa que viene hoy, se ha cambiado la boina, trae un gorro amarillo, ¡a juego con las rosas!
Se levanta tambaleándose. La fiebre le atormenta. Se le nubla la vista pero se esfuerza en no dejar de mirarla ni un instante. No puede darse el lujo de perderla. Su inspiradora Aedea*.
Ella se acerca como siempre, risueña y apacible. Tiene una luz verdosa en esos ojos pícaros… y llega canturreando despreocupadamente…
Queda el violín abandonado en un rincón de la calle y él se planta en medio de la acera, esperando. Todo transcurre lento, como cada mañana, pero esta vez, él tiene una canción golpeándole en el pecho y el corazón henchido de alegría.
Ella apenas le mira. Él extiende su brazo ofreciéndole el ramo. Pero ella no repara en aquel príncipe vestido de mendigo y continúa andando. Ya casi ha pasado por su lado. El príncipe se estira y la roza con su mano. Ella se vuelve, un tanto sorprendida.
_Son para ti_ intenta susurrar, pero la fiebre convierte sus palabras en un murmullo incoherente y bronco.
_ ¡No te vayas! ¡Espera! Son un regalo… _ en la desesperación quiere correr, como en un sueño, pero sus piernas no responden. Es una pesadilla.
La princesa se asusta. Aquel borracho horrible ha intentando tocarla. Sus uñas renegridas le dan asco. Las manos amoratadas, enfundadas en unos guantes sin dedos… Y esos ojos de loco…
Corre presa del miedo hacia la carretera. Huye del espantajo que la sigue.  Y él la ve, cruzando a la carrera. El grito en su garganta se le hiela… _ ¡Cuidadooo!
Chirrían los frenos en sus oídos…
La gente grita y se precipita hacia la calle. Ha empezado a nevar.

De rodillas cae el violinista callejero. Las rosas esparcidas por la acera, pisoteadas.
Un aullido demencial de fiera moribunda se extiende por las calles, hace vibrar cristales, se arrastra en las cornisas y se alza hacia el cielo.
Antes de que la muchedumbre le cierre el escenario con su telón de piernas y maletines, la ve durante un segundo, tendida en el asfalto, desmadejado su cuerpecito flaco, el rostro pecoso vuelto hacia él, los ojos, sinople y oro, que parecen mirarlo un momento,  mientras  el ocaso se instala  inexorablemente en sus pupilas. La gorra amarilla, esa que hacía juego con las rosas, yace  a un lado de la pequeña cabeza. La contempla tiñéndose de rojo, el color del espanto… Y entre los rizos largos, ¡esos amados rizos con los que ha soñado tantas veces! distingue un cordel blanco, el cable de un aparato de esos con los que los paseantes escuchan música…
… Y lo comprende todo.



 


*En la mitología griega Aedea o Aede es la tercera y última de las tres musas originales, junto con sus hermanas Mnemea (memoria) y Meletea (meditación). Es la musa de la ejecución de la obra artística, ya que es la que se encarga de leer, recitar, tocar (instrumentos) o cantar lo que su hermana Mneme ha escrito. Representa el momento en que una obra de arte es ejecutada.

Relato publicado por primera vez en Febrero de 2010 en la página oficial de Un café con Literatos, de Raquel Viejobueno

martes, 26 de octubre de 2010

No vas a venir


No vas a venir 

lo sé,

lo intuye el corazón
y sin embargo
te busco entre la gente
que pasea
ajena a mi cansancio.

Una tristeza amarga
se ha aferrado a mis huesos.
Causa espanto mirarla
pero en ella
se refleja mi alma
como en el lago inmóvil
que contempla azorado 
mi quietud infinita.

El ocaso acecha agazapado entre los fresnos...
Así,
rendida,
soy una presa fácil.
La oscuridad que brota por mi piel
me va envolviendo
sucia,
usurpadora.

Está tronando.
El cielo
amenaza con caerse sobre mí
deshecho en llanto
¡qué frío siento!...

No vas a venir.
No llegarás
a rescatarme de tanta deslumbrante soledad,
a secar con tus dedos mis lágrimas
a aliviar el dolor...
y este sabor pastoso a muerte
que reseca mis labios.


lunes, 25 de octubre de 2010

Arrebato


Te recibió mi mar
aullando atronador
frío y marrón
revoltijo de espuma.

Se acercaron gaviotas
a curiosear,
acaso tus juguetes
o tu risa.

Un trozo de celeste
se abrió paso entre grises
para admitir al sol
durante un rato...

Te vi,
brillando a mediodía...
llevabas en tu rostro
mi niñez,
en tus manos mi arena,
en tus pies chiquititos
el frío de mis olas que orilleaban
inquietas...

Te vi...
arrebatándome el espacio de mi dicha,
arrebatándome el mar,
que desde entonces
no ha vuelto a ser tan mío,
solo mío...
porque ayer
       se enamoró
                  de tu inocencia.

jueves, 7 de octubre de 2010

A Luis

Luis convivió con una enfermedad degenerativa desde que era muy jóven. Al principio cojeaba notablemente, luego una de las piernas empezó a acortársele hasta que tuvo que cambiar el bastón por unas muletas. Los dolores de espalda no le impedían montar en motocicleta, pintar, ni tocar la guitarra... tenía una  voz preciosa...
Una mañana no pudo ya levantarse y comprendió que tendría que usar en adelante una silla de ruedas, y en ella lo recuerdo, jugando con sus sobrinos sobre las rodillas, inclinado sobre un lienzo debidamente colocado a su altura, o afinando la guitarra, cuando en las reuniones de amigos la alegría amenazaba con decaer.
El pesimismo y la desesperación estuvieron a punto de ganarle la partida cuándo su mal empezó a extenderse por los miembros superiores... la pintura y la música eran su vida... y se esforzó en no perderlas con una determinación casi heroica.
Cuando también sus manos le abandonaron, se le murieron los pinceles, y reclinada en un rincón, su guitarra quedó muda, se embarcó con más coraje que fuerzas en la grabación de un disco, para que al menos su voz, permaneciera inmutable. 
Sus últimos meses, que fueron demasiados meses... hasta convertirse en años... los pasó en la cama deprimente de un hospital, cantando para animar a sus compañeros de viaje, enfermeras o enfermos, disimulando el dolor que lo devoraba e inventándose sonrisas parecidas a mariposas... 
Junto a su lecho, Susana, siempre Susana, tan joven, tan sola, serena, aguerrida, amante y compañera... el beso, la caricia, la ternura infinita en la que recostar el alma cuando ni el alma encuentra descanso...
El día que se fue, me brotó entre los dedos una poesía, que ni siquiera es buena, porque nació nublada de lágrimas, infectada de una bronca amarga... pero es suya, no mía, y por eso la conservo.

                                    A  Luis ...


Febrero, veinticinco...
se encendía una estrella allá en el sur,
se apagaba una hoguera acá en mi orilla...

Se tiñó de acuarelas nuestro mar
y rondaron las gaviotas
aquel faro sombrío de tu lienzo.
Rumbeaste hacia la luz
cansado de las luchas y designios
de los hombres, y
nos dejaste quebrados de dolor
pero sin lágrimas
ahogando la tristeza en tus recuerdos.

Ya estaba bien de luchas sin cuartel
y sin remedio,
de cárceles sin sol ni amanecer,
de blancos carceleros, y lechos
sin delicias de amor
ni sueño,
ni descanso...
Ganaste tu añorada libertad
y nos quedamos presos de tu adiós
y de tu ausencia espesa
o descarada.

Se te olvidó decir si volverás,
sin embargo,
yo intuyo
que cualquier día de éstos
pintarás una aurora para mí
tornearás nubarrones azulados
semejantes a guitarras
y tal vez cantarás alguna lluvia
torrencial...
si estás contento.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Después de la tormenta.

El cielo ha regurgitado unas hebras de sol que se mezclan indolentes con tus calles desnudas justo antes de extinguirse.
Ha cesado la lluvia solo por un instante y la luna celosa se exhibe entre las nubes. No quiere aparecer presa en la bruma y ha convocado al viento que se mueve ligero deshaciendo vellones con sus andares tibios.
Incólume la vida de las charcas se agita después del temporal y de la muerte oscura…  un remanso de paz luego de la tormenta... y se escucha por fin el croar de ranas, el canto de los grillos, el goteo del agua que cae desde los árboles…
Unos cuántos gorriones se bañan en los pequeños charcos, locos de algarabía, haciendo la delicia de los niños que se asoman curiosos al final de la calle.
Yace carbonizado, aún presa del fuego, un eucalipto antiguo, un gigante batido, como partido en dos por un cañonazo, y atravesado en medio de la senda… Bajo los destrozados nidos se adivinan los huevos aplastados por la dura caída… recuerdos desgarrados de la muerte hecha rayo.
Una pareja de zorzales pía, inquieta y afligida; pía y rebusca entre los restos de la tragedia,  mientras la tarde agoniza y se pinta de naranjas, de rojos, de amarillos… y asoman timoratas, las primeras estrellas.



lunes, 4 de octubre de 2010

Jueces


El mundo está plagado de jueces sin toga que continuamente se toman la libertad o la desvergüenza de condenar a diestra y siniestra sin reparar en gastos ni en medidas.
Innumerables “ministros de sus propias verdades” que defienden o acusan, absuelven o incriminan con la facilidad y la insana alegría que les permite su propia ignorancia.
Es así que hoy en día ninguno nos libramos de ser enjuiciados, sentenciados y quemados en la hoguera del despropósito y la vergüenza.

Y lo más triste es que no reparamos en que todos nosotros nos transformamos, en algún momento, en uno de ellos.
Somos, sin darnos cuenta, “poseídos” por uno de esos monstruos y nos convertimos en “señaladores implacables de los errores ajenos”. Es entonces cuando ciegos y sordos, nos tomamos la libertad y el derecho de reprender, apostillar, opinar, criticar, defender o inclusive emitir nuestros propios veredictos en patrocinio de unos conceptos que también obtuvimos, en la mayoría de los casos, de forma inconsciente o banal o fortuita.

Porque siempre resultará más fácil mirar hacia la acera de enfrente, hacia el vecino insolidario, hacia el amigo o el enemigo, hacia los padres severos, los hijos inadaptados, los hombres en general, o las mujeres en particular, hacia los maestros sin vocación o sin consuelo, los periodistas sin moral o los políticos sin decoro, que pararnos a observar nuestras propias miserias interiores.

Reclamamos piedad para nuestros defectos y errores, mas adjudicamos sentencias condenatorias a diestro y siniestro sin previa reflexión y sin ningún miramiento.
En nuestra inmensa mezquindad creemos lícito disculpar nuestra pobreza de espíritu pero nos resulta imposible no señalar las pequeñas vanidades ajenas.
Tal como dijo un gran Hombre hace más de dos mil años... “la paja en el ojo ajeno”.
¡Qué fácil ser espejo y reflejar la impureza del otro y qué difícil mirarnos en su espejo y descubrir nuestra propia e ilimitada monstruosidad!

“El mundo está como está por culpa de las certezas” nos recuerda una canción para muchos desconocida, y es que la peor certeza de todas es, la que nos convence sin titubeos ni escrúpulos, de nuestra propia santidad y nos otorga por consiguiente la “terrible y pragmática misión” de desvelar las maldades ajenas. Así nos va.


sábado, 2 de octubre de 2010

Los años muertos


Regresar al dolor de tus arenas
y contemplar tus noches envueltas
en girones de nubes,
sería renacer de mis cenizas
cual el ave inmortal de los misterios egipcios,
y aún así, retornando a tu seno,
 y a tus aguas,
los años que se han ido con tu ausencia
seguirían estando muertos en mis manos.

Caminar otra vez aquella calle
impregnada del olor del eucalipto,
contemplando las raíces retorcidas
que el paso del tiempo dejó al descubierto
abriría las compuertas de la presa
que cerraste aquel enero en que te abandoné.
Y si añades a esa dicha infinita
las voces de mi mar,
el soplo del Pampero,
el ruido de la hojarasca amontonada
durante interminables otoños
en aquel, nuestro parque,
entonces, alma mía,
el Ave Fénix, apenas renacido
volvería a consumirse en su nido de incienso
preso de la dicha suprema
de contemplar tu cielo
iluminado por la Cruz del Sur,
que se había muerto
en mi alma exiliada.

Pero aún así,
acunada en tu sonido,
empapada de tus tonos pastel,
recubierta de tu llanura interminable,
encallada entre tus amaneceres rosados,
aún así, tierra mía,
los años que se han ido alejando
con tu ausencia premiosa
estarán muertos para siempre
entre mis manos trémulas, mojadas de llanto.